miércoles, 3 de marzo de 2021

Le echo de menos.

 Le echo de menos.
Le echo de menos como se echan de menos los columpios de la infancia, la serie de televisión favorita que terminó hace tiempo, el olor de los primeros días de curso (libros nuevos, lápices alpino, gomas de borrar de nata, colonia nenuco sobre ropa recién planchada...). Le echo de menos como solo se pueden echar de menos las cosas que se pueden recuperar (existen los columpios; en youtube está, seguro, aquella serie; se pueden estrenar libros y lápices y borradores y la colonia nenuco sigue oliendo igual y hoy plancho yo la ropa) pero que nunca serán igual que las recordamos. Porque nos falta la ilusión del futuro. 

Le echo de menos y quizá sea eso lo único que aún conservo. Mi capacidad de seguir deseando estar con él.  
Él hace mucho que empezó a no estar. A veces, pienso que nunca estuvo, que realmente nunca estuvo ni quiso estar. Y que aunque volvamos a estar físicamente juntos, en realidad nunca estará. 

Le echo de menos y a veces sigue doliéndome. Me duele que no esté, me duele no poder hacer nada. Me duele su indiferencia. Me duele ser tan imbécil. 

Le echo de menos como algo inevitable.

Y, quizá, con el miedo a que cualquier día descubra que ya no me queda ni eso. Ni la capacidad para desear estar con él, hablar con él, saber de él. Miedo a, cualquier día, darme cuenta de que hace días en que ya ni siquiera le echo de menos.

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