viernes, 1 de mayo de 2015

Última semana de abril.

La semana ha sido rara.
Corta y larga a la vez. O..., o simplemente corta. O..., no sé.
Rara.
El lunes estuve enferma. No: el lunes estuve malísima. Tanto, que durante un par de horas creí que me estaba muriendo... No, no es una frase hecha. Ahora miro hacia atrás y me resulto exagerada y hasta me podría hacer gracia..., pero lo pasé muy mal.
En esos momentos no sabía qué era. Después he tenido medianamente claro que fue un ataque de ansiedad. Empezó con dolor de cabeza, que a las seis se radicalizó, que a las seis y media se hizo insoportable... Tardé más de dos horas en conseguir llegar a casa, descansando en marquesinas al bajar del bus, bajándome del metro a las dos estaciones de subirme, sin saber si tenía frío o calor porque estaba tiritando y sudando a la vez, sabiendo que era sencillo parar en cualquier farmacia y comprar unos analgésicos y una botella de agua...pero siendo incapaz de aplicar esa teoría tan simple y hacerlo. Todavía no sé cómo conseguí llegar...al tiempo que me parece absurdo todo aquello.
Llegué a más de las ocho de la tarde, cuando salgo a las seis y suelo llegar sobre las siete y media (no volviendo por el camino más rápido la mayor parte de los días). Creo que me senté en el sofá tras encender la tele, por tener algo de ruido de fondo. En algún momento pasé por el baño para refrescarme... o antes pasé por el dormitorio para quitarme la ropa y ponerme una camiseta 'de estar en casa'. No sé si antes o después me tomé un paracetamol, que conseguí tragar a pesar de tener la garganta cerrada... Sí sé que me tumbé en el sofá para 'hacer tiempo a que se me pasé el dolor de cabeza. Y luego me levanto y me preparo algo ligerito de cena...'
No eran las nueve, aun había sol. No recuerdo el comienzo del informativo de esa hora.
Cuando desperté, era de noche. Calculé que serían las once. Apagué la tele. Me sentía muy cansada, pero ya no me dolía la cabeza.
Fui a la cocina a dejar preparada la cafetera para el día siguiente y hacerme un sándwich también para el día siguiente.
El reloj del microondas me dijo que casi era la una de la madrugada. Había dormido cerca de cuatro horas, sé que entreabriendo alguna vez los ojos: recuerdo haber visto el cielo...
Cené un yogur mientras se hacía el café (por las mañanas tengo el tiempo calculado al milímetro). Me quité el rimmel en el baño, me lavé los dientes.
Y volví a dormir, ahora ya en la cama.

Toda la semana he arrastrado la extraña resaca de esa tarde. No he vuelto a tener el mismo dolor de cabeza (algún reflejo, a veces), ni de estómago, ni ese frío-calor. Pero tampoco he estado bien del todo.

Ha sido una semana rara, no sólo por eso.
El miércoles tuve que meterme en un supermercado para no echarme a llorar, cuando volvía a casa desde la otra punta de Madrid.
Hace un rato he estado llorando mientras hablaba..., escuchaba, por teléfono.

Hace mucho que no me pregunta como estoy. Bueno..., sí me lo pregunta, pero con el mismo tono en que me lo pregunta la vecina cuando subimos juntas en el ascensor o el cliente a quien llamo o me llama para seguir negociando una transacción comercial. El mismo tono que no busca una respuesta, y que si se la dieses, le parecería totalmente fuera de lugar y de su interés.
Pero no lloré por eso. porque a eso ya estoy acostumbrada. Y también me he acostumbrado a muchas otras cosas, y me he llegado a acostumbrar a no llorar.

Ni siquiera sé porqué lloré el miércoles, porqué hace un par de horas. O..., o sí que lo sé.
Por esas cosas que a veces, de puro simple, cuesta admitir.
Cuesta admitir que no hay nada, que ya está. Que debería ser la última vez, la última conversación. Que es demasiado evidente su desinterés. Que, realmente, interés no hubo nunca...y que eso lo fui admitiendo. Poco a poco: casi cinco años dan para mucho. Pero ya lo tengo asumido. Y me fui conformado con lo que fuese. Y si seguimos en contacto es porque yo me empeñé en seguir llamándole, en adaptar mis horarios para verle siquiera un ratito cada dos semanas yendo a esperarle cerca de su trabajo, en mandarle un sms casi todas las noches desde hace más de un año preguntándole cómo está. Porque no podía hacer nada más y me agarré a eso, a esos detalles pequeños, para hacerme la ilusión de estar manteniendo una relación con él...
Pero no había nada. Por su parte nunca hubo nada, más allá de una ocasional simple curiosidad, hace tanto tiempo...
Y cuando quiero llamarle, porque a veces he necesitado hablar con él, contarle cualquier tontería que me preocupa o que me ha pasado o..., lo que sea, recuerdo que está muy ocupado, o muy cansado, o que ya estará durmiendo, o... O que tiene otra vida y en esa vida no estoy yo. Y ya no lo intento. Hace semanas que ya no intento llamarle entresemana.
Y algunas noches pienso que no debería escribirle. Pero luego lo hago: es mi modo, estúpido modo, de darle un beso de buenas noches. Un beso que no necesita para nada. Y lo sé.
Y alguna vez, cuando había dicho que iría a verle..., alguna vez he pensado que no debería. Y alguna vez he quedado esperando a que me respondiera antes de ir, pero no ha habido respuesta y no he ido. Y una vez, hace unas semanas, fui aunque no me respondió..., y, por supuesto, no le vi. Y cuando me respondió al mensaje (al parecer lo recibió horas más tarde), encima estaba enfadado.
Molesto conmigo, que le mandaba mensajes raros a horas raras. Porque imagino que..., no sé, no sé qué se le ocurriría al recibir a las nueve de la noche un mensaje en que le decía que iría a esperarle a la salida del trabajo. No sé qué pensó, porque no me lo dijo.
Que hubiese estado esperándole casi una hora le trajo sin cuidado, eso sí, porque no me lo mencionó.

Pero voy a esperarle. Y le veo, y le escucho hablar de sus cosas, y estoy con él una hora, y... Y soy moderadamente feliz con eso. Y me siento egoísta luego, porque deja pasar un bus o dos, porque se entretiene diez minutos conmigo saliendo a la calle para fumar un  par de cigarros al hacer trasbordo o antes de coger el primer metro del recorrido. Y llega más tarde a su casa. Y siento que no tengo derecho a robarle ese tiempo, a que lo pierda, solo porque a mí me gusta verle y...
Y da igual si no me pregunta cómo estoy, cómo me va en el trabajo. Que si alguna noche le comento algo, como que no me encuentro bien o que he tenido un día raro..., ni me lo mencione. Da igual que ni me mire: me he acostumbrado.
Mi rutina con él es ésa. Porque no es nada mío. Y no lo es porque él lo decidió así: yo no soy parte de su vida. Yo sólo fui alguien que trabajó sentada a su lado, en la que era su empresa antes de mí y en la que sigue siéndolo hoy, aunque en medio hubo un año en que yo le eché de menos cada hora de cada día, porque yo sí estaba y él no. Yo no soy nada más ni fui nada más.
Y cada vez su actitud me lo deja más claro.
No le importo, ni le intereso, y le da igual verme que no... Y por ello, tardes como el pasado miércoles tras despedirme de él... me entran unas ganas enormes de llorar. Y sé que debería ser la última vez. Sé que no tendría que haber más visitas, más llamadas, más mensajes...

Y lloro, porque también sé no soy capaz de hacerlo.

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