domingo, 13 de agosto de 2017

Enferma.

Algo no va bien.
El cuerpo me envía señales, cada vez más frecuentes. Sigo ignorándolas..., pero eso no las hace desaparecer.

Tras el ataque de ansiedad de hace más o menos un mes, el viernes de la semana pasada me puse enferma (bueno: una mala noche) y pasé el sábado prácticamente a base de agua y sin salir de casa. Me tomé un café a las dos de la tarde, me comí media tostada un rato después y me preparé para cenar una sopa (con casi 40ºC en la calle todo el día).

A mediados de esta semana me quedé dormida en el sofá y me trasladé a la cama casi a las cuatro de la mañana, cuando me tengo que levantar a las seis y media. Ni me desmaquillé las pestañas. Creo que fue al día siguiente o quizá dos días más tarde cuando me dolía tanto la espalda que no era capaz de ponerme unas mallas. Luego deduje que no era la espalda, sino los riñones, lo que me dolía: apenas bebo agua...


Ayer estaba bien. Me fui a comprar a mediodía, comí (casi a la hora de la merienda) lo que llamo 'una hamburguesa casera': aunque las compre envasadas, leo que los ingredientes no lleven cosas raras. Y la acompaño con rúcula, tomates cherry canarios, cebolleta fresca, un poco de kepchup y mayonesa de calidad y mostaza de miel. Todo como muy pijo, incluido el panecillo con sésamo...

A las doce de la noche me quedé dormida frente a la tele. A las dos me desperté y ya no estaba cómoda.
Creo que conseguí dormir unos veinte minutos entre las seis y las siete de la mañana.

A las cuatro estaba en la terraza intentando respirar.
A las siete estaba desmenuzando un comprimido de paracetamol, tras tener claro que sería imposible tragármelo entero (la garganta completamente cerrada y bastante irritada por las arcadas).
A las cinco y pico estaba preparándome un té: tengo de un montón de tipos y no era capaz de localizar una bolsita de té verde normal. Al final, lo encontré con cola de caballo y piña: aún está sobre la cómoda del dormitorio. No fui capaz y no aguantaba ni el olor, la jarra en la mesita de noche.

En medio, paseos por el pasillo. Imposible aguantar el dolor de espalda tumbada. Imposible respirar echada sobre el lado derecho. Imposible soportar más de cinco minutos sobre el lado izquierdo.

Traslado al sofá: imposible estar tumbada. Ni sentada. Ni mucho tiempo de pie.

Intentar vomitar: tarea imposible. Nunca he podido.
Lo terminé consiguiendo. Tres veces a lo largo de la noche. Creo que la última vez fue hace unos quince años.
El dolor de espalda no era sino de pulmones, totalmente colapsados, quejándose de tanto calor y sus aires acondicionados y ventiladores.

Me sentía hinchada (lo estaba), el estómago y la tripa duros como piedras.
Sabía que debería irme al hospital en cuanto amaneciese, si seguía así.
Escuché el primer tren del día, a las cinco y algo de la mañana...

Lo recuerdo todo así de desordenado.

Me quedé dormida a las nueve y media, más o menos. Me desperté antes de las once.
Aunque resacosa: la garganta como una lija, dolor de cabeza y articulaciones, ya me encontraba bien.

El cuerpo me está enviando señales de que algo no va bien.
Y yo no le hago caso, no quiero hacerle caso.
No quiero que me controle...

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