miércoles, 28 de febrero de 2018

Columpios.

Columpios.
Seguramente habrán pasado cerca de 35 años desde la última vez que me subí a un columpio. O igual hace algún año menos de eso, la última vez que me subí a uno..., pero mi primer cálculo estará más cerca de la idea de haberme columpiado.
Largo rato.

Aprendí que se podían usar estando sola en el parque, y lo aprendí precisamente así: estando sola. Teniendo los columpios solo para mí y sacando del inconveniente (nadie que te empuje) ventaja: no tener prisa para bajarme porque la otra persona quisiera usarlo. Aprendí a darme impulso con las piernas para hacerlo subir. Me gustaba hacerlo subir al máximo, a lo más alto. Controlar la velocidad. Irlo frenando y volver a impulsarme. Decidir cuando parar.

Creo que es el primer recuerdo que tengo de absoluta libertad.

Imagino que dejé de hacerlo cuando también dejé de tener edad de columpios y parques. Cuando la niña obediente, aun estando sola, leía que había una edad máxima para esos juegos...y supongo que dejé de usar los columpios. También por una cuestión de tamaño físico, claro.

No sé en qué momento dejé de montarme en un columpio y volar a lo más alto con el simple gesto de impulsarme con las piernas y la voluntad.
Posiblemente habrán pasado 35 años. Posiblemente incluso alguno más.
Pero no he olvidado la sensación. Está ahí, en algún lado de la memoria sensorial.

Y si cierro los ojos y pienso en ello..., no me veo en ese momento, ni veo el cielo y la arena del parque alternativamente. Simplemente, si pienso en ello, vuelvo a sentir.

Probablemente, no volveré a subir a un columpio. De hecho, los columpios de mi niñez ya no existen: aquellos con sillita de hierro y cadenas gruesas a veces algo oxidadas, sin protecciones, con suelo de tierra sucia debajo, que chirriaban... Ahora son sillas de resina, cadenas forradas, suelo de goma. Y todo muy pequeño: los niños ya no pueden volar en esos columpios de cuerdas tan cortas.

Han pasado seguramente más años que los que me restan por vivir.
Pero sigo recordando la sensación.

En unos minutos, terminará este mes de febrero del que no recuerdo nada bueno. Un mes en el que hasta nevó en Madrid. Y con lo que me gusta y lo que añoro la nieve, no conservo ni una sola foto de esa nevada, que se desheló demasiado pronto.

Aunque no vuelva nunca más a columpiarme y sentir que vuelo, tengo grabado ese recuerdo.
Aunque sepa que no volveré a tocar su piel, aunque sepa que nunca volverá a tocarme y que es así sin que yo haya podido decidir nada, sé que no voy a olvidar esa sensación.

Y que, como con el recuerdo de libertad del columpio, no necesito pensar en ello.  Está ahí.  Estará siempre conmigo.
Si cierro los ojos, sé que puedo volver a sentirlo.

Y seguramente llegará un día en que tenga en valor de ponerme a prueba y hacerlo. E igual no me veo ni le veo, pero quiero creer que mi piel sabrá recordar como era estar desnuda a su lado y mi boca como era el sabor de su piel.


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