domingo, 18 de marzo de 2018

Pensarle sin pensar.

Es complicado decidir. Casi siempre.
Y cuando son los sentimientos los que llenan los platitos de la balanza, tomar decisiones es tarea casi imposible. Porque siempre, optemos por lo que optemos, vamos a perder.

Me digo que yo ya he perdido. Que ya no me queda nada por perder en todo esto. Ni siquiera el orgullo, eso que también llaman dignidad.

Yo ya le he pedido permiso para llamarle, tras tener tan claro que no le interesa hablar conmigo. Le he pedido permiso para ir a esperarle y acompañarle un ratito, si no quiere hablar, en silencio. Qué más me puede quedar, si a eso me ha dicho que no más de una vez.
Y, desde hace una semana, no sé qué hacer. Cómo reaccionar.

Necesito verle. Necesito saber cómo está. Es una necesidad casi física. Una necesidad que de pronto sentí hace años y que sigue ahí.
Pero en su última comunicación, en el correo que me hizo llegar el sábado de la semana pasada y en que, por fin, me daba noticias de a qué era debido su silencio (físico) también me volvió a dejar claro su indiferencia hacia mí. Ha tardado más de un mes en decirme qué le pasaba y no lo ha hecho hasta que yo le he insistido varias veces.

Evidentemente, no le intereso en lo más mínimo. Es imposible dejármelo más claro.

Y, esa confrontación de sentimientos y evidencias, ese necesitarle mío y necesitar saber cómo está y ese no importarle suyo, ese deseo mío de que esté bien y ese saber que no es así, pero que en ningún momento ha pensado en contármelo a tiempo, esa necesidad de verle y ese saber que no soy absolutamente nada en su vida y no puedo hacerlo..., duele. Duele hasta dejarme completamente bloqueada.
Si no fuese así, si no fuese él con todo esto que ahora rodea toda esta historia, le hubiese respondido el mismo sábado. Más allá de las dos líneas y las tres palabras que conseguí escribir.

Si fuese él sin todo esto alrededor, sin esas demostraciones claras de rechazo, le estaría escribiendo cada día. Habría vuelto a la rutina del sms-beso de buenas noches. Sin cuestionarme ni un solo segundo que eso pudiese ser de otro modo.
Pero todo es de otro modo.

Y no le he escrito. Porque tengo la sensación de que haga lo que haga no va a ser lo correcto.
Lo correcto. Lo correcto ¿para quién? ¿para mí, para él, para lo que se supone que hay que hacer?

Y he llenado esta semana de cansancios, de estrés, de docenas de tareas que como no soy capaz de terminar en el día, se acumulan para el siguiente. Y estoy escribiendo este domingo en el portátil sobre una mesa desordenada y  con una alfombra sucia a mis pies, porque no me apetece hacer nada.
O porque lo que me apetece hacer está completamente fuera de mi alcance. Y entonces pienso que para qué lo demás, para qué lo correcto.

Para qué lo que se considera correcto, más concretamente.

Estos días se cumplen 8 años. Ocho desde que empecé a darme cuenta de que estaba pasando algo que no entraba en el guion, en la sinopsis, de lo que tenía que pasar. Ocho años desde el día en que al mirarle vi que me estaba mirando de otro modo y quise huir, porque entendí porque estaba siendo capaz de ver eso y de verle de otra forma. Ocho años del día en que, de pronto, supe que iba a dejar de verle en breve para siempre y eso me importaba.

Ocho años del principio de algo que no sé si debería haber empezado, pero sin lo que no imagino la historia de mi vida.

Debo contestarle. No sé si por él, que seguramente no está esperando respuesta alguna (más de una vez... y de muchas, me ha dicho que lee el correo muy de tarde en tarde. No le imagino con el menor interés en mis correos) o por mí.
Le conteste lo que le conteste, va a ser un error. También lo sé.

Mañana empieza otra semana que ya sé va a volver a ser agotadora. Y me ampararé en eso, y me esconderé tras eso, para probablemente no escribirle.

Aunque no deje de pensar en él ni un solo día, ni un solo momento.
Aunque le tenga en mente incluso sin necesidad consciente de hacerlo. Como se tienen en mente las cosas de veras importantes de la vida.

No hay comentarios: