domingo, 20 de mayo de 2018

Sin defensas.

Y llega un momento en que el cuerpo te grita 'basta'.

Que está harto de que no le trates en condiciones o, incluso, de que le trates mal o lo maltrates, directamente. Que claro que se ha acostumbrado, qué remedio, a que le tengas horas y horas sin comer e incluso sin beber. A que apenas le dejes dormir, acostándote a más de las doce de la noche y muchas veces cerca de la una y levantándole antes de las siete de la mañana. A estar encerrado nueve horas en un recinto sin luz natural ni ventilación, soportando el cambio de temperatura de unos aparatos de aire acondicionado que llevan años sin limpiarse. A estar más de ocho horas mirando una pantalla de ordenador mal calibrada y, desde hace unos meses, con  una pared blanca a menos de tres metros como todo horizonte. A tres horas y media diarias de transporte público, sometiéndole al estrés de los retrasos inesperados y las huelgas encubiertas. A maltratar sus ojos, que a las seis de la tarde ya apenas distinguen otra cosa que no sean luces y siluetas.

A que nada, absolutamente nada de lo que haces con él sea gratificante.

Y de repente te encuentras un viernes dando vueltas sin ir a ningún lado en el otro extremo de Madrid, muy lejos de tu lugar de trabajo y aún más lejos de tu casa, un extremo y un barrio a donde te ha terminado llevando un bus cualquiera que has cogido al azar, porque los viernes trabajas siete horas en vez de nueve, y consideras que eso es una suerte y que tiene que aprovechar la tarde, y coges buses y das vueltas con ellos. Y te encuentras en un barrio lejano, y quieres volver a tu casa pero también quieres ir a un Centro Comercial que está en ese barrio, porque tienes que hacer la compra básica semanal y hace semanas que decidiste que no la ibas a seguir haciendo los sábados, como siempre, porque te apetece pasar los sábados en casa limpiando y ordenando (aunque sabes de antemano que luego no haces nada).

Y vuelves en tren, sin saber muy bien si ése es el recorrido más corto. Y no has comido y llevas encima una botella de zumo medio llena, un zumo refrigerado que compraste el día anterior y que lleva más de 24 horas sin refrigerar, y estás comiendo cacahuetes recubiertos de no sabes bien qué mientras viajas en el tren camino a la gran estación donde harás transbordo y cogerás el definitivo que te lleva a casa.

Y esa noche tocas fondo.

Y desde esa noche, ataque de ansiedad incluido, el cuerpo empezó a gritar 'basta'.

Hace tres semanas y dos días.

Ése es el tiempo que llevo enferma. Reconociéndome enferma, al menos a ratos.

Me duele todo, y al menos lo reconozco. Tengo la piel fatal, y al menos soy capaz de admitirlo. Tengo una necesidad de dormir atroz, y al menos entiendo que debo dormir.

Mañana me hacen una nueva analítica, más completa que la que me hicieron hace un par de semanas y de la que obtuve los resultados hace un par de días.
También tengo ganas de llorar, pero no soy capaz. Igual sí he llorado, pero no lo recuerdo. Me duelen los ojos y la piel. Mucho.

Y tengo muchas, muchas, muchas ganas de verle. Muchas. Porque sé que gran parte de lo que me pasa es eso: la consecuencia de estos meses sin él, el no haber sido capaz de entender aun el porqué de su decisión de sacarme de su vida sin explicaciones, el saber que no está bien y no poder hacer nada.

Estos meses se me han desplomado las defensas. Las físicas y las mentales.

Pero estamos programados para sobrevivir. Y llega un momento en que el cuerpo nos grita 'basta' y no podemos seguir ignorándole. Y tenemos que parar.

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