domingo, 18 de noviembre de 2018

Lágrimas sin futuro.

El viernes terminé llorando.
Ni siquiera fue por nada concreto, por ningún acontecimiento emocionante, triste, doloroso. Ni fue, como normalmente suele ser, en la más estricta intimidad de mi casa y normalmente en la aún más estricta de mi cama. No: fue en público. Público completamente desconocido, afortunadamente.

La semana ha sido aún peor de lo previsto, que ya era previsión nefasta. Una concatenación de sandeces y de monotonías inútiles. De despertarme antes de las seis y media, hora en que suena el despertador, apago de un manotazo y cierro los ojos cinco o diez minutos más al tiempo que voy estirándome en la cama (sí: es compatible el 'cinco minutitos más' matinal con el hecho de desperezarse). De la rutina 'baño donde me despejo mojándome la cara con agua fría-necesidades fisiológicas-cepillado de pelo' para pasar con la luz del baño encendida al dormitorio de nuevo donde me visto con lo que he preparado la noche anterior, pasar por el cuartito donde tengo la lavadora y el maquillaje para darme la crema hidratante mantinal, poner la radio y bajar el volumen, ir a la cocina a calentar el café en el microondas, ir con la jarra y una galleta de avena al comedor donde desayuno sentada mientras escucho las predicciones meteorológicas autonomía por autonomía, ponerme los zapatos y los anillos, volver al cuartito de la lavadora a darme algo de rimmel en las pestañas, volver al baño a lavarme los dientes y pasarme un poco el peine por el pelo mientras en la radio, munchos días, ya dan las siete y media. Y acelerar el ritmo volviendo al comedor a ponerme el abrigo, colgarme el bolso del hombro, pasar por la cocina a recoger el bolsito donde guardo algo de fruta para mediamañana y normalmente un sandwinch de pan de centeno y algo de fiambre y llenar la botella de agua que me tiene que acompañar (recomendación facultativa) en el viaje...

Y luego la rutina del transporte con sus retrasos y su abarrote de humanidad. Y pasar el día haciendo algo que no me aporta nada con gente que cuenta cosas que no me interesan y en cuyas conversaciones ya he optado por participar lo menos posible. Y las pocas pausas: ir a por un café en torno a las diez, pausa de diez minutos para tomarme la fruta casi a la una, parón de media hora para comer mientras doy una vuelta o hago alguna compra y estar de vuelta a las cuatro y hacer tiempo ya a que den las seis.... Y vuelta a casa.

No, el viernes no pasó nada diferente. Un viernes más. Salir a las cuatro de la tarde, como todos los viernes, tras otra mañana anodina más.  Volver en bus parte del recorrido, una de las rutas habituales diarias, pero que debía interrumpir para acercarme a hacer una compra. Ver las hojas amarillas de los árboles por la ventanilla. Envié un guasap a un compañero (con el que había estado toda la mañana. No de manera personal, sino con la proximidad de quienes trabajan en el mismo sitio) para preguntarle algo así como '¿todo bien?' porque le había encontrado algo raro....y porque sé que está pendiente de unas pruebas médicas y porque si se lo pregunto en el trabajo ya empezaríamos con el 'no hagáis corrillos', '¿es que no tenéis nada que hacer?', 'a hacer llamadas, que hacéis pocas'. Absurdo ambiente de guardería.
Intercambio aséptico de guasap. No, no pasaba nada. Es más, hasta dudó si el mensaje era realmente para él o si me había equivocado al enviarlo. No le dí mayor importancia (no la tenía. Igual hasta mi mensaje no era más que de cortesía) y le deseé un feliz fin de semana.

Me volvió a contestar mientras iba andando por el barrio de Salamanca destino al recado que tenía que hacer y opté por ignorarle (bueno, no: simplemente ya les respondería cuando no fuese caminando). Entré en una de esas tiendas que venden naderías y productos de escritorio que tanto me gustan, a enredar un poco, gastar algún euro en un cuaderno o unas servilletas de usar y tirar bonitas. Me llegó un segundo guasap. Paré para responderle.
En ese momento me di cuenta de que estaba llorando. De que, en realidad, había empezado a llorar en el autobús, donde me había secado las lágrimas con los dedos. Que había seguido llorando mientras cruzaba la calle Narváez y que por eso no había respondido al anterior mensaje. Y tuve que dejar las tres o cuatro naderías en una estantería para buscar los klinex en el bolso, porque las lágrimas ya me impedían ver. 
No podía dejar de llorar. 

Ni siquiera la conversación a base de guasaps tenía nada que ver. O igual sí, no sé. 
Le contesté quitándole toda la importancia a mi pregunta inicial (creo que creyó que algo en su actitud me había molestado: nada más lejos de la realidad. Además, empiezo a estar muy harta de gente susceptible que entienden como una indirecta cualquier cosa que se diga a su alrededor y es algo en que lo no pienso caer). Como digo: sé que no fue ese intercambio de mensajes con alguien con quien sí los intercambio de vez en cuando lo que me hizo llorar...

Pero no podía dejar de hacerlo. De esos llantos silenciosos e incontrolables, de lágrimas como un grifo de agua sin fuerza que no se puede cerrar y que ni hace el menor ruido.

No sé cuanto tiempo estuve llorando: imagino que apenas unos minutos. No sé qué pensaría la dependienta que estaba colocando cosas de navidad a mi lado y que sí se dio cuenta. No sé si me vio alguien más (imagino que si: había bastante público entrando y saliendo). La verdad es que me da exactamente igual. 

Ni siquiera me molesté, ni en ese momento ni en toda la tarde, en mirar en un espejo mi aspecto, en comprobar si el poco rimmel de la mañana y creo que algo de perfilador había aportado a mi aspecto más empeoramiento al habitual de mi aspecto. Al secarme las lágrimas bajo los ojos imagino que retiré casi todo. 
Me da igual.

Alguna vez, sobre todo hace años, me eché a llorar en el bus, en el tren. Solía disimular poniéndome las gafas de sol.
Un par de veces en este trabajo he terminado llorando en el baño. Un día se me saltaron las lágrimas en una conversación, entre las explicaciones profesionales y la terapia personal (suya) con mi jefa directa.

No lloro en público. Es el único gesto personal que me produce un pudor de lo más incómodo.

El viernes me dio igual. Creo que ya no podía más. 

En el fondo, sí sé lo que lo provocó. Y no fue ese intercambio concreto de palabras. Fue..., fue algo ajeno a mi interlocutor y a este momento concreto. Fue algo que me devolvió a otro momento y otro lugar, a un correo electrónico, a alguna frase dicha días después. A un momento de hace años. A, seguramente, más momentos y más palabras en otros instantes...

Sé que no estoy bien. No me encuentro bien.

Lo que necesitaría sería verle. No, no a mi compañero de trabajo (pobre, qué culpa tiene él de mis neuras. Que además desconoce y desconocerá siempre: la relación es otra. Bueno, la relación no es ninguna, en realidad). 

Verle. Ver a quien ni siquiera me atrevo a comentar por teléfono como estoy en realidad, porque ya no tengo la confianza suficiente para hacerlo. Porque este año me ha dejado tan sumamente claro que no soy parte de su vida que no hay razones que pudieran justificar que le cuente que no estoy bien, que le echo de menos, que le quiero, que me preocupa como esté y quiero que esté bien. Que necesito abrazarle (él no me va a abrazar a mí). Que el único momento positivo de este año son las dos horas que pasé con él hace dos meses y pico...

Que creo que ya ni aparece en mis sueños, de lejos que está. 

Mañana empieza otra semana de mierda. Que fuese tan mala como la que acaba de pasarme casi sería algo positivo: también me estoy acostumbrando a que cada una sea peor que la anterior. Ésta no será una excepción. 
Supongo que le tendré que explicar a mi compañero que mi primer guasap era algo completamente cortés, que en ningún momento ni en ningún caso tenía relación con un posible mal gesto de su parte hacia mí. 
Me siento estúpida teniendo que dar ese tipo de explicaciones.

Me siento estúpida, cansada, mayor. Inútil e inservible para el mundo en general. Sin futuro.

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