sábado, 8 de junio de 2019

08 de junio,

El 08 de junio del año pasado llovió.
No fue una lluvia torrencial, sino de ese tipo de lloviznas que obligan a llevar paraguas si vas a estar mucho tiempo en la calle, que hacen bajar la  temperatura y recuperar la manga larga y el calzado cerrado.

Lo recuerdo, recuerdo que llovía, porque me puse las botas de goma para salir a la calle. 

Necesitaba zumo (estaba desayunando eso desde hacía días: un poco de zumo natural de naranja), igual también unos yogures..., la verdad es que no recuerdo qué compré. Igual que no recuerdo exactamente si salí tras haber comido algo..., no, no había comido. Porque también compré una baguette y unas croquetas en un asador de pollos del barrio. Había pasado la mañana con nauseas. Las mismas que no me dejaban más que a ratos desde hacía más de un mes.
Creo que lo último que hice antes de salir a comprar fue tomarme un té de esos que yo llamo 'mágicos' (té verde, limón y jengibre) porque consiguen que se me quite cualquier dolor de estómago. Y llevaba toda la mañana con el estómago revuelto.

Para aprovechar la lluvia también había sacado a la terraza, a mojarse, la hortensia. Las hortensias necesitan mucha luz y bastante humedad, pero no toleran el sol directo (si acaso, un poquito al día) porque las quema. 

No debí hacer nada en toda la mañana. Aunque creo que sí tenía planes para la tarde. O igual para el día siguiente, que era sábado. Limpiar y ordenar. Mi eterno proyecto.

En esas fechas ya tenía asumido que me miraban raro en algunas tiendas (de las pocas, poquísimas, que visitaba. No sé si fue ese mediodía en la tienda de precocinados donde vi esa mirada en la dependienta (que me conoce de vista, de muchos años siendo clienta de una forma muy esporádica, acaso tres o cuatro veces al año, y también de haber trabajado en el local contiguo hace..., más de 20 años. Qué vértigo da el paso del tiempo). Yo me miraba poco al espejo (me sigo mirando poco, ya me miraba poco antes) pero era consciente de mi evidente cambio físico. De tener la piel de un tono cada día más amarillento y, sobre todo, el blanco de los ojos cada día era menos blanquiazulado. Me miraba poco al espejo (tenía uno pequeño apoyado en el respaldo del sofá, junto al ventanal del sofá al que me miraba por la mañana un momento e iba viendo mi evolución...no sé hacia dónde) pero también tumbada en el sofá, donde pasaba horas, iba viendo como los pliegues de los codos o la piel de los muslos iban pasando del blanco a un cetrino raro y de ahí al amarillo.
Aunque a esas alturas creo que el color de mi piel no me preocupaba...porque no podía preocuparme algo tan trivial cuando me dolía tanto en algunos momentos. El picor era como no recuerdo que hubiera sido nunca y espero que nunca vuelva a ser. Eran pinchazos repentinos que me asaltaban: de repente, era como si me clavaran una aguja en una rodilla. Y, mientras la frotaba para intentar calmar el picor, el pinchazo se repetía en el cuello. Y casi simultáneamente, en un tobillo. Y en la cadera. Y en la misma rodilla inicial.... A esas alturas tenía arañazos en el estómago y la barriga, en los muslos, en los hombros. Curiosamente, en lugares donde llevaba ropa. No lo estaba relacionando con esa circunstancia, la verdad. Aunque también era cierto  que no soportaba la ropa. A esas alturas había comprado todo tipo de cremas corporales: con argán, con aloe, superhidratantes. También gel de aloe casi puro. Daba igual: tenía la piel tan tremendamente seca que las lociones que garantizaban una 'hidratación 48 horas' eran como no darme nada: las absorbía mi piel sin necesidad de frotarlas. Dos semanas antes la doctora me había recetado un antihistamínico fuerte, tanto que sólo necesitaba un minicomprimido diario, por la mañana y una hora antes de desayunar, y que me garantizaría 24 horas de efecto calmante... A mí el efecto se me pasaba antes de las doce horas. Y realmente tampoco tenía claro hasta qué punto me funcionaba, porque seguía haciéndome heridas. 
A esas alturas tenía la piel de los pies, desde los tobillos, completamente quemada. De ahí el picor no se iba nunca. Los frotaba con un guante exfoliante de ducha (rompí dos, completamente desgastados) y los cubría con crema para las escoceduras, con alto poder cicatrizante. Daba igual. Era un continuo.

Ese viernes día 08 llovía, pero no intensamente. Me puse unas mallas viejas que apenas me rozaban, una camiseta suelta, unos calcetines muy viejos sin elástico ya, para bajar a la calle. 

Creo que exactamente lo mismo que volví a ponerme horas más tarde, cuando tuve que volver a vestirme (en casa estaba con una camiseta de algodón orgánico y normalmente sin ropa interior, porque no aguantaba nada) para irme al hospital. Porque habían llamado a casa de mi madre (no tenían mi móvil correctamente anotado) para comunicarle que debía presentarme urgentemente porque en la última analítica, de dos días antes, habían detectado un dato...que igual era un error del laboratorio, pero tenían que confirmarlo con una analítica urgente. 
No recogí nada. Sí cerré las ventanas, pero porque había llovido y amenazaba más lluvia. 
No volví hasta una semana más tarde. Con la camiseta de manga larga, las botas de goma, 35ºC de temperatura.

La pobre hortensia, que dejé de un verde rozagante y llena de flores azules, se había convertido en un puñado de papel negruzco: el sol la había quemado por completo. 
La podé, la metí en un barreño con agua, la dejé en la otra terraza, donde apenas da el sol en verano. Intento a la desesperada de recuperarla.
Yo tardé también en recuperarme.

Estuve otras dos semanas ingresada (aquella primera conseguí un alta provisional porque tenía que ir a Hacienda. Ese peculiar sentido mío de la responsabilidad.  Y mi capacidad de convicción). 

El dato que no les cuadraba en aquella analítica eran mis niveles de bilirrubina en sangre. Sí: la bilirrubina no es el título de una bachata. El índice normal está entre 0 y 1.
Mi analítica de dos días antes de mi primer ingreso daba un índice de 15. Aquel día ya estaba en 16.
Llegó a estar en 20.

Se me estaba secando la sangre. La superficial (los capilares) era la primera. De ahí los picores exagerados. 
Lo que yo creía 'arañazos que me estoy haciendo por rascarme' no eran tales. La piel se rompía sola. 

Aquel 08 de junio llevaba algo más de dos semanas de baja. Insistía en estar asintomática (en realidad, eso era también lo que repetía en el hospital, donde sí empecé a estarlo) pero llevaba mes y medio vomitando (no he vuelto a hacerlo. Bueno, un par de veces, pero porque tuve una leve gastroenteritis), el cansancio era tan demencial que a mediados de mayo, planchando, tuve que hacer descansos cada diez minutos, tumbándome en el sofá: no aguantaba de pie. Creo que ya no lloraba por simple falta de lágrimas (la deshidratación es lo que tiene) y no por falta de ganas. 
Aquel 08 de junio entré en el hospital por urgencias para repetir una analítica (o eso creía yo) y me quedé. Ingresé a más de la una de la madrugada, cuando me prepararon una habitación, tras un electro, una ecografía, la analítica..., no recuerdo si algo más. Conectada al suero salino para rehidratarme. 

Ingresé protestando (yo tengo que volver a casa, no me duele nada...), con la piel de un color amarillo más que alarmante (el día de antes había pasado revista en la mutua del trabajo, donde me citaron a las dos semanas de mi baja, y tal como entré por la puerta la frase fue 'uy, qué amarilla estás') y con  ojos de zombi de película. Aquella noche me quedé dormida en algún momento por puro agotamiento, sin saber cómo poner el brazo derecho donde me habían colocado la vía para el gotero del suero, con  las ventosas adhesivas del electro ('no te las  quites por si tenemos que repetirlo', me dijeron. Y yo, obediente. con la piel rompiéndoseme sola por simple contacto con la ropa, aguanté esa noche con los miniparches adheridos. haciéndome heridas). 

De no haber ingresado, no sé si hoy estaría escribiendo esto. Probablemente no. Porque, como me explicó el doctor, estaba en tal grado de deshidratación interna que, claro que podía irme a casa si quería..., pero igual en menos de cuarenta y ocho horas volvía a ingresar con un fallo renal que en el mejor de los casos necesitaría diálisis. Y en otras cuarenta y ocho podía quedarme ciega. Fueron razones más que convincentes para quedarme.

No llegaron a saber qué tuve. Bueno, sí lo sabemos, pero no qué lo había provocado. En ningún momento estuve medicada, más allá del antihistamínico que sólo me tomaba para dormir. A las dos semanas y media mis índices de bilirrubina (que llegaron a estar en 20) empezaron a remitir solos. En esas tres semanas de ingreso tuve una analítica diaria, antes de las seis y media de la mañana, y todo tipo de pruebas, incluida una biopsia hepática. 

Lo único que me queda como recuerdo físico es una pequeña cicatriz en la muñeca izquierda, donde aguanté durante casi dos semanas la vía donde estuvo enchufado el suero salino.
Un año más tarde, seguimos sin saber qué es lo que estuvo a punto de matarme.

Un año más tarde, mi grado de estrés laboral me ha llegado a asustar lo bastante hasta estar al borde de otra baja médica (ya no va a ser necesario. Aunque de eso hablaré en otro post).
Y un año más tarde, mi hortensia vuelve a tener flores.
Ella también ha conseguido sobrevivir, tras otras dos amenazas de secarse por completo. 

Ahora nos toca pasar el verano. Sobrevivir de nuevo.
Pero eso dará para otros post.


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