domingo, 9 de junio de 2019

Tantos junios de fin del mundo.

La noche del 08 al 09 de 2003 soñé que el mundo se acababa. Y que yo lo veía desde una colina sin poder hacer nada. Ni por el mundo, ni por el fin de éste ni por mí misma.
Fue de los sueños más realistas (y más surrealistas al mismo tiempo) que recuerdo haber tenido.

Dieciséis años más tarde no tengo un recuerdo nítido del argumento de aquel sueño, pero sí de la sensación que me dejó.

Aquel día 09 de junio, ya en el mundo real que siempre reaparece al despertar, lo que era entonces mi mundo empezó a desmoronarse. Y una parte importante, casi vital durante doce años, se desmoronó del todo en las siguientes semanas. Sin posibilidad de reparación, porque fue como una figura de sal que se cayera accidentalmente al mar, algo que se disolvió para siempre. Y que hoy en día es como si nunca hubiera existido.
No era la primera vez que mi vida daba un vuelco en esas fechas. No fue la única ni la última.

En mi vida hay fechas complicadas, que se repiten año tras año. El 2018 empecé ese 09 de junio en una cama de hospital y sin saber qué tenía ni si sobreviviría a ello. 
Años antes en fechas similares terminó mi relación contractual con la empresa y el trabajo que más me han marcado laboralmente hablando. También en estas fechas volví a la que yo llamo 'empresita naranja'. Y en las mismas, un año más tarde, se terminó todo para siempre.

Como digo: se me repiten las fechas.
Este año no iba a ser menos.

El viernes día 07 la que ha sido 'mi empresa', el lugar donde he trabajado durante más de cuatro años, me comunicó que había decidido prescindir de mis servicios de manera definitiva e innegociable.
Todavía no he reaccionado, lo reconozco. No sé hasta qué punto esto me va a marcar. No sé cómo va a ser de importante. No sé si esto ha sido simplemente un final o si va a ser el comienzo de algo.
No sé nada.
Ese mismo día 07 había quedado con él.
Afortunadamente. 

Pasó la noche conmigo. Desperté una docena de veces esa noche y estaba a mi lado. En algún momento, ya amanecido, volví a pensar en lo guapo que está dormido. 
Pasé horas durmiendo unos minutos, despierta el resto. Junto a su piel, con los ojos cerrados. Acariciándole durante horas, sabiendo en algunos momentos que estaba dormido, sabiéndole despierto a partir de un momento dado.
Sabiendo también, a partir de otro momento, que no me iba a tocar. Recordando que para eso tiene que haberse tomado tres cervezas y tiene que ser de noche. 

Por la mañana ya me he convertido en calabaza. 

No me iba a tocar pero estaba dejándome tocarle. Y me conformé con eso. Ya me conformo simplemente con eso.
Imagino que sigo anestesiada. Que mi mente decidió anestesiarse y anestesiarme en el momento en que supo qué me iban a decir en esa sala siniestra sin ventanas en la que me citaron. 

Y aunque a su lado me despierto de un modo que dista mucho del aturdimiento de la anestesia (porque todo mi cuerpo le desea: es algo tan, tan físico...) mi mente tiene claro quien soy, quien es, cual es la situación. Y le acaricio buscando su placer y sé que si quiero el mío tendré que procurármelo yo, porque no me va a tocar. Y lo entiendo y le entiendo.

No sé en qué momento voy a reaccionar esta vez ni de qué modo voy a hacerlo.

El viernes, mientras volvía a mi casa cargando en una bolsa mis pertenencias acumuladas en mi mesa de la oficina, me dí cuenta casi al llegar de que estaba llorando. Creo que me eché a llorar sin ser consciente de ello en el último tramo del recorrido. 
También me eché a llorar cuando él abandonó la cama y mi dormitorio. Cerré los ojos. Me quedé en la cama sin moverme. Y me eché a llorar.
En silencio.

No sé en qué momento de mi vida aprendí a llorar en silencio.

No sé porqué se repiten las fechas en mi vida.

No sé porqué el mundo insiste en empezar a desmoronarse a mi alrededor a principios del mes de junio, tantas veces, tantos junios...

No hay comentarios: