domingo, 15 de noviembre de 2020

Semana complicada.

 Hay semanas complicadas. Ésta ha sido una semana complicada.

De ésas en la que, en realidad, tampoco pasa nada terrible ni irreparable. Ni siquiera pasa nada importante o a lo que haya que dedicar demasiado tiempo. Pero de esas semanas en las que el tiempo se ralentiza pero se acelera a la vez. Y se llega a la noche con una intensa sensación de fatiga y, a a vez, de día pasado sin pena ni gloria, sin haber hecho nada de provecho.

El martes estaba tan, pero tan exageradamente cansada...que hasta llegué a plantearme que si a la mañana siguiente no me encontraba mejor, en vez de ir a trabajar me iría al médico. Mejor dicho: directamente a urgencias del hospital.
Porque empezaba a reconocer los síntomas.

Esta semana apenas he comido. En realidad, llevo así días..., quizá semanas. A mediodía como cualquier cosa y a deshora. Por la noche ceno demasiado tarde. Realmente no es que no coma...es que como mal. Por la mañana desayuno café (uno de esos cafés que son cada vez menos café y más agua, porque los hago muy ligeros la noche anterior y los hago cambiar de color con unas gotas de leche...que así me duran los bricks, más de una semana) y una galleta integral. Muchos días me compro algún bollo (croissant, trenza, donut) en una cafetería que está a la salida del metro y antes de cruzar a coger el autobús con el que hago el último trayecto de llegada hasta el trabajo, pero apenas si lo pruebo antes de coger el bus. Y cuando llego al destino como otro pedazo. Y algunos días vuelvo a comer otro trozo cuando salgo de trabajar y antes de volver a coger el bus.
Y muchas veces el resto termina sobre alguna mesa, la del comedor, la de la cocina...

Con la mascarilla no se puede comer, claro. Y la mascarilla es obligatoria.
Y mi maldito sentido de...yo que sé... ¿responsabilidad, puntualidad laboral, qué, exactamente? me impide hacer algo tan simple como terminar de desayunar antes de subir a la oficina. Y acabo por no desayunarme algo que me he comprado por capricho y que me prometo que me terminaré tras la cena, pero que luego tampoco termino...

Muchos días me quedo dormida en el sofá.
Eso no tiene nada de raro: me pasa desde hace años. Pero me quedo dormida en el sofá porque, aunque sé que debo irme a la cama, que me voy a quedar dormida tal y como me acueste...no me hago caso a mí misma. Y me duermo en el sofá y me despierto al rato y algunos días vuelvo a dormir otro rato...
Y termino trasladándome a la cama a más de las tres, de las cuatro de la mañana.
El viernes, a las siete. Me dieron las siete de la mañana en el sofá, destapada. A pesar de haberme despertado varias veces a lo largo de la noche y de tener claro que debía irme a la cama.
Por suerte, los sábados no tengo que madrugar. Y dormí de nuevo (entre sueños, viendo a ratos los números rojos que indican la hora proyectada en el techo, escuchando el silencio de la calle o el ruido de los vecinos del piso superior moviendo algún mueble o pasando el aspirador...) hasta más de las once.

El miércoles no fui al hospital. Me levanté bastante mejor de lo que estaba el día anterior.
Y el resto de la semana me dediqué a dejarme llevar por la vida, por la rutina.

No sé hacia donde voy. Supongo que hacia ningún sitio.

Debo beber más agua. Debería intentar comer a mis horas. Debo comer fruta (la compro, eligiendo las piezas con mimo, y termina estropeándose en el frutero, en el cajón del frigorífico). Debo tomar nueces, volver a las bebidas de soja o de cereales antes de irme a la cama.
Conozco la teoría. Como conozco los síntomas y lo que no he de hacer si no quiero terminar como acabé hace dos años y medio.
Agotada y sin ganas de nada.

Aunque también sé que para sentirme mejor necesito verle. Pero eso no está en mi mano.

Pero eso ya es otro tema. Y no es exclusivo de esta semana complicada que acaba hoy. Ni siquiera de este año imposible y absurdo. Es algo que nunca estuvo en mi mano.
Pero ya es otro tema. Y no del que quería hablar, escribir, esta noche.

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