viernes, 22 de enero de 2021

2021. Tres semanas.

 Agotadísima.
Y ni siquiera por haber tenido una gran carga de trabajo. Ni por haber madrugado. Ni por haber hecho esfuerzos físicos.

He trabajado en casa (sentada en el sofá donde ahora mismo estoy escribiendo esto), con ropa de estar en casa. Me he levantado cerca de las nueve de la mañana (aunque me haya despertado varias veces a lo largo de la noche y a la hora de levantarme ya llevase un buen rato en ese duermevela intranquilo de quien sabe que no puede volver a caer dormido. Y no he hecho prácticamente nada en todo el día: el máximo esfuerzo ha sido traer la compra (cuatro bricks de leche y alguna cosa más de poco peso) desde el súper más cercano a mi casa y a media tarde. 
Pero a poco más de las nueve de la noche ya me había quedado dormida en el sofá, de puro agotamiento y sin darme cuenta (realmente me he dado cuenta al despertarme dos horas y media más tarde). 

Agotamiento acumulado. Y dolor de músculos y huesos (eso también fruto del esfuerzo de estos días, eso sí, de ir andando por la nieve urbana con botas pesadísimas, el equipo informático en una mochila, la sempiterna mascarilla que personalmente no solo me dificulta la respiración sino que me entorpece la visión...).

Agotada. Triste. Frustrada.
Porque los últimos días no han sido fáciles. O simplemente no han tenido nada dentro.
Y además no sé nada de él. De nuevo.

Cambiamos de año hace tres semanas. En este tiempo sólo hemos hablado una vez.

Cambiamos de año, pero eso tampoco cambia, evidentemente. 
Y yo estoy cansada, muy cansada. Y cada día tengo más claro (aunque no quiera admitirlo) que no, que no me compensan algunas cosas. Muchas cosas.
Y el que no me quiera, aunque a estas alturas (más de diez años) ya sea algo completamente asumido...es una de esas cosas. Y termino dormida en el sofá a las nueve y pico de la noche de un viernes, sintiendo que hace mucho que no hago nada, absolutamente nada de provecho en mi vida. 

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