domingo, 10 de diciembre de 2023

La evidencia de la nada.

 Pasan los días sin que pase ninguna otra cosa.
No tengo aspiraciones, ni ganas de tenerlas. Madrid está iluminado y, a estas alturas de diciembre, aún no he ido a ver las luces navideñas (más allá de las que veo desde el autobús y a las que tampoco presto mucha atención). He tenido tres días esta semana (viernes festivo, sábado y hasta de forma excepcional, domingo) y ni me ha apetecido ir. Es más, la idea me produce una inmensa pereza...
No he hecho ninguna compra navideña. Y, a fecha de hoy, admito que no sé si las haré. No veo ninguna razón para comprar nada, no tengo la menor gana de hacerlo. 

Es que me da igual todo. Absolutamente todo.

Voy al trabajo, paso allí las ocho horas que marca el contrato. A mediodía me voy a caminar, también para que se me haga más corto el tiempo, también porque no me apetece estar acompañada o porque prefiero estar sola o porque no quiero desarrollar el menor lazo de complicidad con mis compañeros de trabajo. También por eso no quiero quedarme con ellos cuando planifican el 'vamos a tomar algo' a la salida del trabajo y rehuso acompañarles cuando me preguntan si quiero unirme a ellos para ir al burguer o a la pizzeria cuando algún grupito decide ir. No me apetece. Sólo quiero cumplir con las horas de trabajo y ya está.
Paso doce horas fuera de casa. Llego de noche y cansada. Encadeno días idénticos. 

Aunque no me guste el teletrabajo, sé que si me lo propusieran como algo fijo lo aceptaría. Para no tener que vestirme cada día más allá de los pantalones de chándal y las sudaderas viejas. Para poder pasar el día con la misma trenza con la que duermo. Para no tener que maquillarme y hasta que me dé igual si me he lavado o no la cara.

Hace tres años y medio llevé muy mal el confinamiento.
Hoy no me apetece salir de casa. De hecho, creo que ni me apetece levantarme del sofá o de la cama o de donde me encuentre cuando abro los ojos tras un sueño inquieto lleno de imágenes absurdas.

El futuro no existe. 

No hay un 'tal día haré tal cosa', 'algún día viajaré a tal sitio', 'me compraré eso que no he tenido'. No hay nada. Nada más allá de levantarme, pasar ocho horas repartidas en dos tramos de cuatro cada uno y una pausa de una hora para comer en la otra punta de Madrid, encadenar trayectos y trasbordos, elegir cualquier de las prendas de ropa que ya ni guardo, que están entre el piecero de la cama y la silla y el baúl pequeño y que voy combinando hasta que al menos una vez al mes lavo algunas y vuelvo a ponérmelas y así día tras día, olvidando que tengo más ropa en el armario. 

No hay nada. Nada más que el vacío, que la angustia. que el despertar de repente asustada y con sensación de ahogo y tardar en volver a dormir. 
No hay nada. Ya no hay nada ni lo habrá. 

Y soy tan cobarde que ni siquiera tengo ganas de buscar el modo de terminar con todo, ese todo que constituye la evidencia de la nada, de una vez.

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