domingo, 9 de noviembre de 2014

Domingo de noviembre.

Como me esperaba..., o como me temía... No: como me esperaba, he dormido poco y mal.
Me quedé dormida sin ganas a no sé qué hora..., la una, más tarde, no sé. Me desperté frente a mi televisor nuevo que emitía un absurdo programa sobre juegos de casino. Terminé el agua del vaso verdiazul. Vi un brevísimo espacio sobre el horóscopo: mi signo era el peor de la semana, mi ascendente el mejor. No sé a qué atenerme..., no sabría a qué atenerme si de veras creyese en esas cosas.
Busqué el modo de apagar el televisor. Como manejo los electrodomésticos, los aparatos electrónicos, por mero instinto..., hice dos o tres pruebas: el botón está escondido, es una especie de minimando para varias funciones. Probé a volverlo a encender: perfecto. Supongo que algún día de éstos me leeré las instrucciones, ayer simplemente apliqué el ese mero instinto que mencioné antes para que localizara los canales él solo y empezase a funcionar.
Hace años llegué a la conclusión de que si los niños parece que nacen 'enseñados' para manipular cualquier aparato no es porque sean una generación de superdotados: simplemente no tienen miedo a jugar. Aplico este mismo principio y me va estupendamente. No he dado ninguna lección de informática (bueno, sí..., pero en realidad no aprendí nada porque ese tipo de cursos a los que yo asistí tampoco te enseñaban nada) y me apaño perfectamente con todo. Antes de eso ya ponía en hora relojes digitales, había quienes me creían una experta en móviles porque los ponía en hora, grababa los números que me facilitaban, elegía y fijaba el politono que más gustase a sus dueños..., esas chorradas.
Todo esto es eso: una chorrada. Lo que me queda de alguien que en algún momento sí fue una niña superdotada y totalmente desaprovechada.
No he recibido lecciones de informática. Ni de inglés (mi generación es aún 'de francés'), pero nadie lo diría. Ni yo misma lo diría, la verdad.

Apenas he dormido. Me trasladé a la cama tras desvelarme. Eran poco más de las tres. Vi las cuatro en el reloj del techo, las cinco. Me desperté mil veces. Lloré sin poderlo evitar ni querer hacerlo. Tenía calor, me destapé un rato, volví a taparme por mera coherencia de quien sabe que no se puede permitir volverse a resfriar. Di vueltas en la cama. Estrujé la almohada...
Nunca había tenido esa sensación tan claramente. La de recordar como por la mañana había cambiado las sábanas y las había puesto para..., qué más da. Las sábanas siempre han sido las mismas: quita y pon. Tengo más, pero como en otras muchas cosas siempre uso las mismas. Por la mañana hice la cama sabiendo que la desharíamos de noche, que dormiría desnuda a su lado tapados hasta las orejas por el revoltijo de sábana, manta, colcha y edredón.
Pero no: no tocaba. Y creo que lo sabía al hacerla. Que lo sabía ya el viernes por la noche y que por eso le envié ese sms que es casi rutinario cada noche y que igual no tenía demasiada razón de ser: estaba ya previsto que nos viéramos... Pero algo en mí me decía que no.
Y aunque su respuesta me hacía confirmar que sí..., yo en el fondo sabía que no.

Estoy como si me hubiese pasado un tren por encima. Pasará el domingo en sus rutinas familiares, llegará la noche e imagino que dormiré por puro cansancio. Y sé que mañana no me sentiré mejor. Que querré quedarme en la cama, pero no será posible. Y empezará otra semana eterna, otra más de algo que es esta vida mía que no va para ninguna parte.

El cielo está intensamente azul y hay docenas de nubes blanquísimas que cruzan lentamente, como un rebaño perezoso. Lloverá de nuevo.
Domingo de noviembre. Otoño en Madrid.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gustaría leer un post optimista, juvenil, creativo.

Anónimo dijo...

A mí me gusta leer a alguien que escribe como siente, sin concesiones a la galería.