sábado, 25 de febrero de 2017

Lluvia de barro.

Esta semana ha llovido barro.

También han pasado otras cosas. Reuniones en el trabajo para comentarnos/amonestarnos por cosas absolutamente absurdas, las cosas y hasta las reuniones. Una alergia que, obviamente, no se me pasa ni deja de causarme síntomas y consecuencias. Tres noches cenando puré de verduras y hasta repitiendo: claramente preparé para más de dos platos, como creí haber cocido esas verduras, la noche del domingo.
Las mandarinas ya no saben a nada. O sí, pero no están ricas. Además, muchas están parcialmente secas: ya no es temporada de mandarinas. Tendré que pensar en otra fruta para mediamañana, pero es que las mandarinas son muy cómodas de transportar y comer.

El martes recurrí a un bolso un poco más grande del que uso últimamente, porque necesitaba transportar algunas cosas (el sándwich y la fruta, entre ellas). Y por simple desidia, he seguido usándolo toda la semana. En enero compré un par de bolsos; uno de ellos me apetecía muchísimo, desde que lo vi. Los tengo colgados tras la puerta de mi dormitorio. Los veo todos los días. No sé cuando los estrenaré.

A veces compro cosas que no necesito. Posiblemente esos bolsos también sean parte de esa realidad.

Me voy acostumbrando al magenta de mi sofá. En realidad, hoy es el primer día que lo veo con nitidez, desde que el pasado domingo puse esa funda: entresemana sigue siendo noche cuando salgo de casa y cuando vuelvo a ella. He tenido opiniones-sugerencias al respecto del color: qué cojines poner. de qué color pintar la pared... Cosas de las redes sociales (en las que, por otra parte, no tengo desconocidos como 'amigos'). No voy a cambiar el color de la pared: me gusta ese cian que es el tono del cielo de Madrid. Y ya iré cambiando el color de los cojines. De momento, tengo que seguir acostumbrándome a la ausencia del azul marino del sofá.

Por las mañanas, y algunas tardes, me pongo música en los trayectos. Hace años que no lo hacía y nunca lo hice antes empleando el móvil. He descargado varios discos y, con unos auriculares pequeños de color rosa chicle y búhos en el auricular propiamente dicho, que compré hace meses y nunca había usado, me intento aislar del mundo. Así hojeo el diario gratuito que recojo en la estación donde inicio el viaje y dejo en la estación de tren donde empiezo los transbordos, para que lea otro viajero.

Escucho música para no pensar.

Lunes y jueves veo una serie nacional en la tele. El resto de los días aprovecho la programación para que me entre enseguida el sueño, cerca de las doce. En realidad, tengo sueño todo el día. Cansancio derivado también de lo que fatiga no respirar en condiciones.

Han florecido unos bulbos de narciso casi blanco. Espectaculares, aunque casi me pierdo la floración. Los tengo en la ventana del baño. Acabo de hacerles unas fotos y tengo puestas 'a cargar' las pilas de la otra cámara, que hace mejores fotos macro.

De las cosas efímeras sólo queda eso, las fotografías.
La semana ha sido complicada. Sé que he vivido gran parte del tiempo como dentro de una nebulosa. Creo que me he autoprogramado para olvidar, continuamente. En el trabajo tengo eso: mucho, muchísimo trabajo. Y creo que voy a tener que empezar a usar la agenda para anotar cosas pendientes: empiezo a tener miedo de que se me olviden. Porque igual esa autoprogramación empieza a funcionar.

La semana ha sido complicada. Y todo lo que cuento aquí, las rutinas y vaguedades con las que intento no pensar en nada más.

Antes me duchaba nada más llegar a casa. Ahora, lo hago entorno a las diez de la noche. Elijo entre la más de mediadocena de olores de mis geles de cosmética natural, me mojo con agua caliente, me enjabono bien. A veces, empleo un poquito de exfoliante. Me vuelvo a enjabonar para disfrutar unos segundos del olor elegido. Me seco bien. En el sofá, uso un poco de crema con olor a menta, supuestamente relajante, en  los pies y las piernas. Una pizca de otra que es nutritiva y lleva manteca ecológica y huele a algo como canela, en codos y manos. Me sumerjo en olores entre las diez menos algo y las diez y algo (la ducha son apenas cinco, siete minutos) para no pensar.

Porque cuando llega esa hora no me sirven excusas. No me sirve intentar recordar las rutinas y absurdos del trabajo. No puedo ponerme música, y en la tele no hay nada que pueda atraer tanto mi atención. Me da igual el color que tengan las cosas de mi entorno.
Cuando se acercan las diez, lo único que quiero es llamarle. La rutina tira de mí y me dice que tengo que enviarle un beso de buenasnoches, como ha pasado los últimos años.

Y yo huyo y me meto en la ducha. Y no saco el móvil del bolso al volver, sino que busco unos calcetines para ponérmelos tras la crema de pippermint.

Esta semana ha llovido barro. El jueves.
También fue el jueves la única noche que no pude más y le mandé mis besos de buenasnoches. Mientras veía llover y sabía que era barro.
Y quiero pensar en eso, para no pensar en nada más. Pensar en lo raro que fue el cielo todo el día, ese grisaceoamarillentosucio que ocultaba el cielo de Madrid.
Pensar en nada. Escuchar música con auriculares rosas. Divagar sobre el olor de las cremas y los geles de ducha. Decidir que el puré me quedó demasiado líquido y algo soso, que ya no es tiempo de mandarinas. Mirar desde el sofá los restos del toldo enrollados en su barra. Decidir que igual debería guardar los abrigos que se acomodan en las sillas del comedor, porque difícilmente volverá a hacer frío de invierno en lo que resta de la estación.

Pensar en nada.

Porque es imposible echarle más de menos de lo que yo le he echado esta semana nebulosa.


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