domingo, 12 de noviembre de 2017

Once del once.

Seguramente fue la última vez.
Porque ya no me puede dejar más claro el desinterés. Porque ya no sé qué inventarme para seguir autoengañándome.

Cuando alguien decide dejar de llamarte, dejar de tener un intercambio de llamadas recíproco y sólo sabes de él cuando eres tú quien mantiene esa rutina periódica de llamadas, no quiere quedar contigo aunque ese 'verse un rato al menos una dos o tres veces al mes' (y ese 'verse un rato' no era sino que yo le acompañaba en el retorno a su punto de destino en el metro: hace siglos que quedar para tomar un café pasó a la historia) ya no sea imposible y para ello ya no haya excusas, no hay intercambio de emails, sus respuestas a los sms nocturnos son mera cortesía...seguir repitiéndose que tiene el menor interés es demasiado autoengaño.

Le quiero. Y voy a seguir queriéndole igual, porque he seguido queriéndole tras cada demostración de clara indiferencia. Porque me confirma que no va a llamarme y termino llamando yo, como la cosa más normal del mundo. Y le sigo enviando un sms de buenas noches y voy a seguir haciéndolo. Y dejé hace meses de mandarle, de vez en cuando, alguna foto personal porque me quedó claro que estaba haciendo el ridículo y que raramente podía interesarle recibir fotos de alguien que no le importa. Y tampoco le escribo, si acaso muy de vez en cuando alguna de las fotos que hago y que publico en redes sociales que él no ve, alguna vez un enlace a algo que veo que le podría interesar (idiota de mí: como si él ya no hubiera leído esa misma noticia o lo que fuese, mucho antes de que yo se lo enviara y desde mejores fuentes). Hubo un tiempo en que nos escribíamos emails. Era, seguro, un tiempo en que no había decidido que sus palabras eran demasiado valiosas como para dejárselas leer a alguien como yo.

Es imposible sentirse más sola que al despertar junto a alguien a quien quieres, alguien que te hacía sentir acompañada, que hacía que sintieras que todo estaba bien y estaba en su sitio cuando abrías los ojos y le veías a tu lado..., despiertas y le acaricias y notas que le da igual.

Este año se ha quedado tres veces a dormir conmigo. Las tres he tenido exactamente la misma sensación al despertar y empezar a acercarme a él y empezar a tocarle, algo que supuestamente le gustaba. Que su cuerpo estaba allí y él quería estar lejos. O, al menos, no estar allí conmigo.

Y seguir acariciándole y sentir que querría sólo otra cosa: llorar. Porque es imposible sentirse más sola.

Creo que las tres veces he terminado llorando. Esforzándome para no hacerlo.
Mientras te das cuenta de que estás intentando animar una parte de su anatomía que tiene el mismo interés en ti que la que tiene el resto del cuerpo de su propietario. Y que es así porque la fuerza de la mente es mucha, y esa mente pertenece a alguien que no tiene el menor interés.
Y seguir esforzándote porque ya se trata de un tema de orgullo personal, o, mejor, de amor propio femenino. Aunque sabes que su interés es nulo.
No le gusto. Es muy complicado que algunas cosas, incluso algunos mecanismos masculinos de respuesta que pueden parecer muy básicos, reaccionen cuando no le gustas a quien está contigo. Y saber que contra eso no se puede hacer absolutamente nada.
Algunas cosas muy íntimas y muy sencillas nunca han pasado entre nosotros porque él no ha querido. Dejé de intentarlo. Volví a hacerlo. Se lo llegué a pedir expresamente, aún conociendo de antemano la respuesta negativa. Al final, supe que tenía que dejar de insinuar, de insistir o de intentar: para qué. Para qué pretender, con qué derecho, algo para lo que ya tiene a otras. Y lo sé porque es él quien me lo ha dicho así.

Por la noche, le doy tres cervezas y con eso ya tengo más o menos asegurado que me va a tocar. Y que me va a dejar que le toque, aunque no le guste.
Por la mañana no tengo más argumentos ni más herramientas ni más excusas que mi cuerpo y su falta de interés en él. Y se me pasa por la cabeza decirle que piense en alguien que le guste..., pero decido no decir nada. Absolutamente nada, para no echarme a llorar a mares. Y sigo acariciándole.

Ayer empecé cuando, claramente, estaba dormido. Porque más de una vez me dijo que le gustaba eso, que le despertasen así. Olvidó aclararme que no se refería a tenerme a mí como compañía, evidentemente.

Cuando pasaba la noche conmigo, no cambiaba después las sábanas: descubrí que me gustaba encontrar su olor entre ellas, la noche siguiente, algunas noches después. Era recuperar un instante esa sensación de compañía..., de, exactamente, haber creído por unas horas que todo estaba bien y todo era posible. Era el equivalente a esas lucecitas de enchufe que algunos niños necesitan para dormir: abrir los ojos y ver la lucecita que espanta a los monstruos. Creo que en mi caso era dormir sintiéndole cerca de algún modo.

Ayer no lo hice. Por primera vez, en casi siete años de visitas nocturnas.

Por la mañana propicié que el estado de las sábanas obligase a cambiarlas. También por los restos de rimmel en la almohada o en el embozo, que es con lo que me sequé los ojos.  Podría haberlas dejado, pero no.
Porque seguramente había sido la última vez. Y no quería dormir la noche siguiente con el olor a esa certeza. A que mi logro final posiblemente ha sido el último.

Y luego me lavo la cara y pongo café y echo a las plantas el agua que sobró (que fue la jarra entera, porque las últimas dos visitas ha venido con su propia botella de agua. Igual para que no le envenene o algo). Y me pongo una camiseta porque siento absurdo seguir desnuda. Y retiro de la mesa del salón algún resto de comida (patatas fritas, queso, galletitas saladas: no cocino cuando sé que alguien no va a querer comer lo que he preparado), y saco el azucarero, y traigo el café. Y todo es cotidiano y normal, también su prisa.
Y sé que todo ha terminado.

Y le acompaño hasta Madrid, sentada a su lado y al lado de su prisa, porque no quiero quedarme sola. Y me despido de él respondiendo a su pregunta-afirmación de '¿hablamos?' con un 'cuando tú quieras' que es a la vez mentira y verdad, porque sé que no me va a llamar, que llamaré yo y que hablaremos sí él coge el teléfono. Y cruzo la calle cuando sé que ya se ha ido, y entro en una tienda para no pensar, y cojo un bus y miro sin ver desde la ventanilla, y otra tienda, y alguna foto, y otro bus, y vuelta a la estación, y fotografío la colonia de tortugas abandonadas de Atocha, y cojo el tren, y voy al hipermercado... Y todo es porque no me quiero quedar sola con mis ganas de llorar.

Y pongo la lavadora y unas sábanas limpias. Y me quedo dormida pronto en el sofá y cuando abro los ojos pienso que ya es tarde y no le he enviado un beso de buenas noches...

No sé las veces que me he despertado ni cuanto he dormido. Creo que me he levantado tres veces, que una me he lavado la cara. No sé las veces que he llorado ni si en algún momento he dejado de hacerlo. Incluso dormida.

Ahora las sábanas de anoche, ésas que compartí con él y que ensuciamos juntos, se terminan de secar al sol del mediodía. Y huelen a lilas sintéticas en vez de a su piel.

Y a mí me duele el alma, eso que igual no existe y el dolor que siento son mis células echándole de menos desde hace demasiado tiempo y sabiendo que será así eternamente.

Once del once. Igual esta fecha de soldaditos desfilando es la más lógica para terminar algo que sólo tenía sentido para mí.




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