sábado, 3 de marzo de 2018

Cosas que no va a conocer.

Sólo veo mi casa de día los sábados y los domingos por la mañana.

Entresemana, cuando me voy por las mañanas está empezando a amanecer y cuando vuelvo por las tardes ya es de noche. Cada día se gana algún minuto más de luz a la noche, pero todavía no la suficiente para que me sea innecesaria la luz artificial.

Hace un par de semanas me florecieron dos bulbos de jacinto azul. Apenas un día pude disfrutar de ellos: más que verlos, los intuía en la estantería sobre el televisor. Me recibía el olor de sus flores y ese olor me perseguía por la casa. Al sábado siguiente ya estaban mustios.

El domingo pasado empezó a florecer el narciso. Ha pasado toda la semana creciendo (es altísimo, el más alto que recuerdo haber tenido) y abriendo flores amarillas. Como con el jacinto, realmente no lo he llegado a disfrutar en todo su esplendor. Lo tengo ahí enfrente, sobre la estantería. La mayor parte de las flores empiezan a arrugarse, como si fueran de papel. En la penumbra diaria que proporciona la luz de la lámpara verde de la mesita auxiliar, que es mi iluminación habitual, unido a mi creciente pérdida de visión, más que ver las cosas de mi entorno, las intuyo. Y me pierdo la floración de mis plantas.

Sé que tengo que cambiar algunas cosas de ese entorno. Llevo muchos años, más de quince, con los mismos cuadros, las cosas ubicadas en los mismos sitios, muchas de ellas por pura dejadez. Muchas de las cosas que tengo sobre la mesa están ahí desde hace años...y ni siquiera es su sitio. Ni me paro a pensar en ello.

Hace un año cambié la funda del sofá. Pasó de ser azul a ser magenta. Simplemente porque la funda azul estaba muy desgastada (básicamente, el color: se lo había ido 'comiendo' el sol. El mismo sol diario que inunda mi salón y que yo me pierdo a diario) y porque la que en su día compré de repuesto era magenta. Por esos días, hace un año, compré un cojín tipo rulo, de terciopelo, a juego con el nuevo color del sofá. Tenía en proyecto cambiar alguna otra cosa, pero creo que todo se quedó en proyecto.

El verano pasado compré una funda de cojín color fucsia y lo puse en el otro sofá, uno que es tan provisional como tantas cosas en mi vida (el sofá estaba en el piso cuando lo alquilé. Lo dejé mientras pensaba qué hacer con él, lo cubrí primero con una colcha azul marino y años más tarde parte con esa colcha y parte con una manta de chenilla violeta. Y siempre tuvo cojines, bastantes. Y cada vez más). Hasta llegar la funda color magenta, todo en el salón era azul, verde y con algún toque morado. El color magenta es poderoso y tenía que añadir algún detalle igual de llamativo, con un tono similar, para nivelar espacios...

A principios de año me encapriché de un cojín en terciopelo azul noche con plumitas rodeando todo el borde. Además, me di cuenta de que hacía juego con otro, un corazón azul marino de terciopelo que lleva tantos años conmigo como el sofá (más o menos). La semana pasada me regalaron otra funda de sofá, en este caso, negra y con estampado de búhos.

Los tengo en el sofá magenta, con los que ya había: unos elaborados con una colcha de seda en azul y plata, muy antigua, quizá con más de cien años (herencia familiar. Como otra que tengo semicubriendo el baúl de mi dormitorio. Una colcha que es una pieza única y a la que también calculamos ronde el siglo de antigüedad y que nadie sabe bien de dónde salió en su día ni porqué). Ya no se hacen tejidos como aquellos.

En los últimos meses, añadí unos cuencos como maceteros para plantas pequeñitas de flor de temporada. En las estanterías sobre el televisor.

Este mediodía, mientras la lavadora hacía su función, he buscado en mis archivos alguna foto para cambiar unas, en blanco y negro y enmarcadas en dos cuadros de marco ancho y paspartout, que también llevaban siendo las mismas más de quince años. De hecho, las fotos que he sustituido eran de revelado analógico y carrete en blanco y negro (por eso las enmarqué). He elegido dos que me gustan especialmente y que, sobre todo, no tienen absolutamente nada que ver con las que he cambiado.

Son pequeños detalles.

Cuando compré el cojín azul marino con borde de plumitas, hace dos meses, pensé en que quizá le gustaría. Conoce todos los cojines de mis sofás: los de seda salvaje, los de tela de colcha antigua, el corazón azul marino, uno alargado en tonos oro y naranja. Me gustó el tacto de las plumas y no pude evitar, casi de modo instintivo, pensar en qué le parecería cuando al cambiarlo de sitio para tumbarse, o ponérselo como almohada, o seleccionarlo al azar para ponerlo sobre mis piernas y poner su cabeza sobre ellas, descubriese las plumas...

Y, a la misma velocidad que ese pensamiento me cruzó la mente y me hizo sonreír, otro me recordó que seguramente nunca vería ni tocaría esas plumitas. Porque seguramente nunca volvería a mi casa.

Aún así, compré la funda de ese cojín, lo rellené con otro, lo dejé sobre el sofá.
Hasta el sábado siguiente realmente no vi cómo quedaba.
Como tantas cosas: de sábado a sábado.

Sábados en los que ya nunca estará conmigo. Ya ni siquiera me responde a los mensajes. Para qué.

Tengo que ir cambiando algunas cosas que forman parte de la decoración de mi entorno.
Cosas que él ha conocido. Cosas que ha decidido que no va a conocer.

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