sábado, 10 de marzo de 2018

Esas rutinas extrañas.

Hay cosas que no he vuelto a comprar.

Me he dado cuenta hoy, al acercarme a mediodía un momento a por algunas cosas que sin serme imprescindibles, no tenía. Normalmente hago la compra 'importante' el viernes por la tarde o el sábado a última hora de mañana, en un hipermercado grande al que voy y vuelvo en autobús o en tren y bus. Ayer no fui (hice algunas compras, pero en otro sitio) y esta mañana llovía a cántaros y no necesitaba nada de manera indispensable que tuviese que comprar en el híper. Así que a la que muchos consideran 'hora de comer', yo me he acercado a un supermercado cerca de casa.
El mismo donde durante años compraba algunas cosas...que no he vuelto a comprar.

Tengo dos..., quizá cuatro o quizá sean cinco, cervezas en el frigorífico. Yo no bebo, y menos sola. Siempre tuve eso: un par de botellines, alguna lata, por si de pronto tenía una visita inesperada o si quedaba con alguien para que viniera a comer y poder ofrecérselo como opción. También suelo tener alguna lata de cocacola o de algún refresco de té. Alguna vez, en verano, también me las tomo yo. El resto del año soy más de zumos refrigerados. Tengo en el estante inferior del frigorífico los botellines que sobraron la última noche que estuvo en mi casa, casi a mediados de noviembre.

No he vuelto a comprar.

Compraba las cervezas en el mismo supermercado al que he ido a mediodía. Simplemente por comodidad: es el que está más cerca de mi casa. A veces, entre la compra y cuando de veras las gastábamos pasaban semanas..., aquellos aplazamientos sucesivos... A veces me pregunté qué haría con ellas si finalmente no volvía..., yo, que no bebo, y menos sola...

También compraba ahí, normalmente, las miniempanadillas congeladas. No siempre, pero era el sitio más habitual.

Se las puse como merienda-cena-picoteo la primera tarde que vino a mi casa y que fue la primera noche que pasó en mi cama. Un tanto como gracia, o como detalle de complicidad...o, igual, yendo a lo seguro: en los meses en que trabajamos juntos era lo que solía comer los viernes, que era el único día de la semana en que nuestro horario era 'de mañana' (el resto de los días entrábamos a trabajar a la una y terminábamos a las nueve de la noche).

Las miniempanadillas congeladas se convirtieron en algo fijo cada vez que venía a pasar la noche a mi casa. Él decía que era su desayuno (también lo era). Yo llegó un momento en que me di cuenta de que era de las pocas cosas que podía ponerle para comer. Miniempanadillas fritas y algo de queso. Siempre sobraba, claro. También  sacaba aceitunas, pepinillos, patatas fritas, galletitas saladas..., que creo que ni llegaba a probar.

En todos los años que duró nuestra relación...o que vino con intermitente frecuencia a pasar alguna noche conmigo, sólo un día conseguí que viniese a la hora de comer.

No sacar tiempo para hacerlo en unas semanas, en unos meses..., es perfectamente posible.
No hacerlo en siete años sólo puede tener la explicación de que no quería hacerlo.

Terminé desistiendo en mi intención de preparar algo para cenar cuando quedábamos. Terminé hasta pensando que igual creía que iba a envenenarle.
Un día, la penúltima vez que vino, hasta se trajo la botella de agua mineral. Preferí tomármelo a broma.

A veces me decía que la próxima vez traería él las cervezas. Otras, que un día tenía que calcular cuanto me debía en eso, cervezas. Yo siempre me lo tomé a broma: estábamos manteniendo una relación, por descontado no tenía que traer nada ni me debía absolutamente nada. Es más, prefería tomármelo a broma porque la simple sospecha de que lo estuviese diciendo en serio me parecía un insulto.

Nunca trajo él las bebidas. Ni quedamos en ningún otro sitio.

Por supuesto, nunca fui a su casa. Aunque alguna vez sí lo insinuó como alternativa, sobre todo en esos días de aplazamientos de citas que eran seguras.

Tardé en admitirlo, aunque sé que cuando llegó ese momento en el fondo hacía mucho que lo sabía. Nunca fui lo bastante importante como para que se plantease que pudiera ser parte de su vida.

Sé que nunca existí en su entorno. Alguna vez me dijo que había preguntado por mí algún conocido común, de esos meses en que trabajamos juntos. Su respuesta era que sí, que alguna vez hablábamos.
La primera vez que me lo contó así, me dolió.
Al final me acostumbré. Como a todo.

Hasta hace unas horas no había reparado en ello, pero hay cosas que no he vuelto a hacer desde que no ha vuelto a mi casa. No he vuelto a comprar cervezas ni miniempanadillas congeladas: yo habitualmente no las consumo, ni lo hacía antes de él. No he vuelto a utilizar una bandeja azul, pequeña y sueca, que era donde trasladaba las jarras con el café del desayuno, ni he vuelto a sacar de la vitrina el azucarero dosificador (yo tomo el café sin azúcar).

Son pequeños hábitos ligados a una historia que consideraba relación y que sólo me importó a mí.
Que sólo me sigue importando a mí, porque sigo sin saber nada de él.

Ayer por la tarde estuve comprando en un centro comercial cercano al lugar donde trabaja. O donde pienso que seguirá trabajando, esa empresa que le importó siempre tanto aunque lo niegue y yo me crea su negativa cuando me lo cuenta..., contaba él. Estuve a apenas veinte minutos andando, cinco en autobús. En un horario donde podía haberme acercado a esperarle.
Por supuesto, no lo hice.

Hay cosas que tardaré mucho en volver a hacer o que quizá nunca haga, después de él.
Despertarme a medianoche y volver a dormir con la sensación de que fuera, en el mundo, sigue el caos. Pero bajo esas sábanas está todo bien porque está todo lo que necesito.
Poner el azúcar en un café sin preguntar cuanto quiere.
Tomar cervezas desnuda.
Comprar miniempanadillas congeladas y freírlas para que alguien las desayune al día siguiente.

Esas rutinas extrañas que terminaron formando parte de una historia que, seguramente, sólo existió para mí.

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