Deprimida. Cansada. Aburrida.
Un mes justo en casa, saliendo sólo una vez por semana para ir a la compra (bueno, miento: dos. El domingo salgo a por el periódico. Pero es como no salir apenas: bordear una urbanización de chalets hasta llegar al kiosco, comprar el periódico, bordear una urbanización de chalets, pararme en la cola de 4 personas separadas entre sí más de dos metros para comprar una barra de pan y algún bollo en la panadería del barrio, cruzar la avenida, subir a casa). Todo esto con la máscarilla-pañuelo, los guantes de látex, las gafas de sol.
No salgo más. Aprovecho la salida a la compra del sábado para tirar la basura orgánica, que guardo en bolsitas individuales bien cerradas y luego deposito en la bolsa del cubo. La del domingo, para tirar los residuos plásticos y similares.
Me aburro. Me canso. No hago apenas nada.
Ni siquiera me peino a diario: procuro llevar el pelo recogido en una trenza (bueno, como el resto del año cuando voy a acostarme). Me ducho cada tres o cuatro días: da igual, si no salgo, si cuando vuelvo de la compra es lo segundo que hago tras quitarme la ropa que solo me pongo para salir a comprar.
Me aburre la televisión. Siempre la he visto poco y sigo viéndola igual de poco, pero me aburre lo poco que veo.
Empiezo a preparar la comida a más de las dos de la tarde. Como a las cuatro, o más. Da igual. Pongo algún cd en el reproductor. Trasteo en internet. Modero el grupo de fotografía en blanco y negro, que no sé si no terminará por desaparecer ahora que ha muerto su fundador (tema que me dolió intensamente, aunque ni siquiera llegamos a conocernos en persona, más allá del teléfono, del guasap, de los chats... Da igual. Era una bella persona, un buen tipo. Y le echamos mucho de menos).
Apenas duermo. O igual es que duermo demasiado y a deshoras. Me desvelo a media noche y tardo en dormir, tras haberme quedado dormida en el sofá y trasladarme a la cama. Doy vueltas. Me despierto e intento conservar el sueño. Me levanto tarde: da igual, no tengo nada que hacer en todo el día.
No me llama.
Le llamo y no me coge el teléfono.
Consigo hablar con él un rato, el domingo por la tarde. Y si acaso.
Aunque haga mucho tiempo que ya asumí que no somos nada, que no le intereso...no puedo evitar echarle de menos. Y necesitarle.
Sé que posiblemente no nos volvamos a ver, al menos este año. Y que probablemente, si un día nos vemos, sea un encuentro simplemente social.
No espero que vuelva a dormir conmigo. No creo que vuelva a encontrármelo a mi lado al despertar.
Pero me hubiese gustado que estuviese conmigo estos días. Aunque fuera en la distancia de esos veintitantos kilómetros y un río (y la M30) que nos separa físicamente. Pero no está.
Porque él no está solo y yo sí.
Duermo mal. Me duele a ratos la cabeza, una pierna, la otra, el estómago. Dolores inconcretos para los que no tomo nada y que se van y vuelven sin motivos ni razón.
Lloro por todo. O a ratos no lloro, ya ni sé qué es lo más habitual.
Tengo miedo al futuro. Tengo miedo a que mi situación laboral de Erte se prorrogue en el tiempo y tenga que seguir tirando de ahorro personal. Tengo miedo a no encontrar otro trabajo. Tengo miedo a que le pase algo a la dueña del piso donde vivo y tenga que irme y no tenga a dónde. Tengo miedo a que el puñetero virus ataque a personas a quien quiero.
No tengo miedo a que me ataque a mí.
Supongo que porque mi falta no le afectaría a nadie.
Intento hacer fotos. Intento ser optimista en rrss, igual de irónica, igual de educada. Intento y consigo que no se me note nada.
Le echo de menos y sé que nunca volverá a estar conmigo. Más allá de la cortesía.
Estoy cansada, aburrida, deprimida.
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