Cuarentena eterna.
Ésa es la sensación que empiezo a tener a estas alturas. Que esto no se va a terminar nunca. Que no son los más de 50 días que el calendario dice que llevo prácticamente encerrada, sino mucho más. Y que la normalidad no volverá nunca.
No hago nada en todo el día. Me levanto sin horario: algunos días a las diez, otros antes, algunos a más de las once..., y es que da igual. Como da igual si me da la una del mediodía y estoy aun desayunando. No tengo ninguna obligación. Ni ganas de hacer nada.
Podría ponerme a ordenar armarios, cajones, la vitrina multiusos del salón. Tirar papeles, colocar los trastos que acumulan la habitación que antaño usé como despacho y la otra, la que en teoría es el otro dormitorio de mi casa. Pero no me apetece hacer nada.
Absolutamente nada.
Sé que estoy ganando peso a marchas aceleradas. No porque coma mucho, sino simplemente porque desayuno, como a mediodía, ceno por las noches. No me privo si me apetece un puñado de snacks o dos rodajas de embutido. Y porque no hago ejercicio. Casi mi recorrido más largo es ir de la cama al sofá y de éste a la cocina. El baño me pilla de paso.
Y empieza a darme igual. Tengo la sensación de que dará igual si no me vale la ropa de verano: total, a este paso estaré todo el verano encerrada, saliendo un día por semana a comprar y la mañana del domingo a por el periódico, pasando por la panadería y comprando unos bollos.
Estoy tomando más azúcar de la que debería. Es más: yo apenas tomo azúcar y ahora lo estoy haciendo.
Hace dos meses y medio que no me doy el baño de color en el pelo. Me lo lavo una vez por semana, o cada diez días. Lo llevo siempre recogido en una trenza. Total, da igual.
Mi indumentaria consiste en alternar dos mallas (unas negras de algodón y licra, las otras gris marengo de antelina elástica) y dos sudaderas: una negra y otra gris, las dos con flores bordadas alrededor del cuello. Ah, a veces también me pongo otra, más finita, gris claro. Que es la que llevo ahora y por eso me he percatado de que no siempre son las dos de la flores. Ya ni me pongo sostén (aunque de éste también prescindo a veces sin necesidad de excusas). Mediadocena de braguitas cómodas de algodón y licra, las que me aún me valen. Y nada más.
Da igual. Tengo la facultad, siempre la he tenido, de ser invisible a voluntad. Supongo que lo seré permanentemente si algún día vuelvo a poder salir a la calle.
Y le echo mucho, mucho de menos.
Porque paso todo el día sola y le da igual.
Y cada día tengo más y más claro que esta cuarentena era, simplemente, el pequeño empujón que faltaba que me diera la vida para dar por finalizada esta relación que hace demasiado tiempo que no existe.
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