Calor. Casi mediados de julio.
Y avanza el verano con otra de esas semanas en que la vida es como dar vueltas en la rueda de hámster: agotarse sin llegar a ningún sitio.
Calor sofocante, de los que cuesta respirar por el día y cuesta conciliar el sueño por las noches. En que se termina durmiendo por puro agotamiento. En que se pasa de la última ducha antes de meterse en la cama a la primera nada más levantarse..., y da igual: todo es calor. En que se buscan vestidos que sean apenas un trapo que se sujete en los hombros y cubra hasta las rodillas.
Calor de julio en Madrid.
Anteayer cayó la primera gran tormenta. Apenas 15 minutos de lluvia torrencial que se tradujo en inundaciones en el municipio donde vivo. 15 minutos de lluvia y viento y, terminados éstos, arcoiris. Y mientras miraba el arcoiris, todo se secó. El suelo estaba como si no hubiera caído ni una sola gota: apenas otros 15 minutos para que todo se secara, para que las aceras sedientas absorbieran toda la lluvia. Vamos, que de no ser por la inundación (también evidente, llamativa, documentada por teléfonos móviles grabando y luego colgando las grabaciones en rrss y terminando en telediarios) resultaría difícil creerse que hubiera llovido tanto.
A ratos teletrabajo. A ratos trabajo en la oficina.
En realidad no son ratos, aunque la sensación que me deje sea ésa. Son días completos: los lunes y viernes me quedo en casa, los martes, miércoles y jueves voy a la oficina. Tendría que trabajar tres horas y media diarias (diecisiete y media a la semana, 50% de ERTE), pero dedicar otras tres horas y media de transporte, entre ir y venir, para estar allí tres horas y media...pues no me compensa. Así que estoy entre cinco y seis horas. Y en casa, igual. Por tanto, estoy haciendo casi la jornada completa...
¿Resultados? Ninguno.
Algunos días paso horas completamente sola en la oficina. El jueves, de hecho, estuve conscientemente sola las dos o dos horas y media últimas (no sé cuando se iría el último de los compañeros: la oficina es enorme). Cierro yo y dejo las llaves al conserje. Antes, reviso que queden cerradas las ventanas, la puerta de salida a la gran terraza-ático, apago las luces y el aire acondicionado (con un interruptor se apagan las dos fases), recuerdo regar las plantas (cosa que, lógicamente, no es obligación de nadie..., pero qué lástima, si se secan los grandes photos que han sobrevivido a los dos meses de abandono, la kentia, el tronco de Brasil...). Uno de los pilares de la política de empresa es la confianza. Por eso alguien como yo, que apenas lleva dos meses allí, que apenas me conoce de vista nadie, puede abrir y cerrar la oficina.
Y me esfuerzo porque esto funcione, porque yo sea capaz de funcionar, porque quiero seguir en este proyecto cuando la normalidad (sea la que sea) llegue.
Calor. Semana complicada.
No he hablado con él en toda la semana. Pero eso ya empieza a ser rutina. Mejor dicho: eso también es rutina, desde hace mucho.
Pero, también, eso es otro tema. Y ahora no me apetece escribir sobre ello.
Sábado por la mañana. Hay instantes en los que parece que entra una ráfaga de brisa desde la calle, a través de la terraza abierta de par en par. En el suelo me espera el centro de planchado (de hecho, lleva ahí desde el lunes...semana que parecen ratitos sueltos), en el sofá, las sábanas para planchar; en el baúl del recibidor, unas toallas que quedarán mejor con un golpe de planchado. Luego volveré a más rutina: ir a comprar al híper sin olvidar la mascarilla, comer cualquier cosa a deshoras, preparar un litro de gazpacho para llevar mañana a mi madre, igual preparar arroz (¿con gambas? ¿con pollo? ¿con leche? no sé. De hecho, no sé si lo haré) para llevar también. Y seguir pasando el sábado hasta caer dormida en el sofá, por puro agotamiento, y seguir sumando ratitos en forma de días de esta semana de días largos y noches calurosas.
Casi mediados de julio en este año tan extraño.
Calor de mes de julio en Madrid. Calor que es lo único que se ajusta a la antigua normalidad.
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