Acumulo cansancio.
Acumulo cosas por hacer, cosas que por un momento me llaman y que no hago porque en ese momento no estoy donde debiera, que no hago porque el cansancio es superior a la llamada, porque ni siquiera le veo el sentido a hacerlas. Acumulo ropa planchada que debo guardar, ropa lavada que debo doblar y colocar en el correspondiente cajón, ropa que me he puesto una vez y no sé si lavar y guardar ya hasta el próximo verano o seguir dejándola ahí, sobre el taburete vietnamita del dormitorio, esperando a que otro día más de este otoño veraniego sea mi indumentaria.
Tengo demasiadas cosas por medio. A veces pienso que, simplemente, me he acostumbrado a verlas ahí ya ya ni sé cuanto llevan sin ordenar. Tengo una bolsa de plástico, de las de tirar la basura, junto a la mesa donde escribo esto. Creo que la cogí hace...¿una semana, dos? para tirar pequeños papeles y otras cosas cotidianas que me iban llenando la mesa. Creo que a estas alturas la bolsa está prácticamente llena (lo normal es que al rato de cogerla para tal fin la lleve a la cocina y la meta en la otra bolsa, la del cubo de la basura. Y si son sólo papeles, traslade éstos a la bolsa de cartón que destino al reciclaje del papel). Ahí está. Y ni siquiera ahora que escribo esto me decido a levantarme, cogerla y trasladarla.
A veces hago alguna tarea más o menos importante. Ayer lavé las cortinas de mi dormitorio. Lavar, tender y controlar que no se sequen demasiado, planchar con el justo punto de humedad que necesita el lino natural para quedar sin arrugas... Y hacer los equilibrios para volver a colgarlas, los mismos equilibrios que unas horas antes hice para descolgarlas. Y las veo impecables, tan blancas (no estaban sucias, pero...), oliendo a detergente, que...
Rutina.
No siento ilusión por nada.
Me ducho, me lavo el pelo. Me quito el esmalte descascarillado de las uñas, ése que apliqué hace unos días porque tenía una convención comercial de empresa y, qué sé yo, por un momento decidí que debía pintarme las uñas. Eso que durante tantos años era parte de mi rutina, eso que ni imaginaba que un día no haría (no me veía con las uñas sin pintar, nunca). Mi aspecto físico cada vez me importa menos.
Ya me da igual como esté. No me miro en los espejos. Soy invisible. Quiero ser invisible.
No contesta a mis whatsapp. Sólo quiero saber cómo está, no quiero molestarle, no le escribo a diario. Ya tengo asumido que no voy a volver a verle, pero necesito saber cómo está.
Estoy tan absolutamente fuera de su vida y desde hace tanto, pero tanto tiempo, que aunque no tuviese nada que hacer no se va a molestar en intentar ponerse en contacto conmigo.
No puede estar más claro.
No puedo seguir contándome mentiras, creyendo que en algún momento le he importando. Ni siquiera le he interesado, ¿cómo le voy a importar?
Cuido de mis plantas. Creo que es lo único medianamente útil que hago en mi cotidianidad. Ellas no tienen la culpa de nada, están vivas, están conmigo porque yo las compré, las adopté, las recogí en algún momento. Las riego, les quito las hojas secas. A veces alguna me regala la visión de una flor, a veces la fotografío. Apenas hago fotos, llevo semanas en que es algo totalmente circunstancial.
No disfruto con ello. Ya no. Ahora no.
Seguiré con la inercia de la vida. Días cada vez con menos horas de luz, la misma pereza ante todo, las mismas sonrisas profesionales, el mismo disimulo ante la gente. Que nadie sepa nada, que nadie note nada.
Me duele el alma. Sé que solo quiero llorar, pero no voy a hacerlo.
Un día escribí que la humedad oxida el hierro. Creo que ya ni siquiera me importaría ser óxido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario