sábado, 8 de enero de 2022

Las vacaciones de navidad más extrañas de mi vida.

 Terminando las vacaciones de navidad más extrañas de mi vida. 
Las navidades del que no me atrevo a asegurar que haya sido el peor año de mi vida, aunque tampoco recuerdo años que hayan sido mucho peores.

Dos semanas de vacaciones que no he disfrutado. Ni aprovechado. Dos semanas que se me han pasado en un parpadeo, sin hacer apenas nada. Quizá descentrándome aún más, porque algunos días abría los ojos y no tenía claro ni donde estaba (mi cama o mi sofá) ni qué día era.
Una noche dormí en el sofá hasta las ocho de la mañana. Cuando me trasladé a la cama ya estaba amaneciendo. Durante la noche sé que me desperté varias veces, que fui consciente de que seguía en el sofá y que ni siquiera me había tapado con una manta, pero seguí donde estaba. A veces pienso que, instintivamente, prefiero seguir durmiendo en el sofá porque sé que el breve traslado a la cama me va a desvelar. Y el cuerpo me dice que necesita dormir.

Ayer viernes me quedé dormida antes de las once. No había hecho nada de importancia en todo el día. Ni había madrugado (quizá me levanté sobre las nueve, nueve y media). Poner una lavadora, tender la ropa, recoger los platos del fregadero, pasar la aspiradora, guardar algún regalo de Reyes, trastear por internet, colocar los cojines del sofá. Dejar la mesa igual de desordenada, las sábanas limpias y sin planchar sobre el sofá que no empleo, la caja de cartón que fue mi 'cesta de navidad' apoyada en una silla desde hace un mes, dos botellas de vino y una de aceite junto a otra silla, un enorme montón de ropa limpia y revuelta sobre el sillón de mimbre del recibidor. Barrer la terraza, no limpiar la mesita revistero de tapa de cristal. Cambiar la tierra a una planta, no guardar la bolsa de tierra para plantas. Dejar sobre la repisa del mueble de la televisión la vela en tarro de vidrio que no llegó a arder la noche del uno de noviembre, y que lleva ahí desde entonces. Chatear con el resto de los administradores del grupo de fotografía histórica. Autorrecordarme que necesito lejía líquida para ropa de color. Olvidarme de comprarla, otra vez, en la visita al hípermercado.

Me quedé dormida en el sofá mientras hacía tiempo a que empezase en la televisión algo que despertase mi interés, quizás una película de animación, mientras me decía que algo debería cenar. Abrí los ojos y en la tele estaban Hugh Grant y Drew Barrymore. Seguí durmiendo. Creo que pasaba de las dos cuando me trasladé a la cama y, claro, me desvelé. Pero aún así he dormido hasta más de las diez.
Una cantidad exagerada de horas de sueño para alguien noctámbula, que no había madrugado y que tampoco había hecho nada cansado en todo el día.

El lunes vuelvo al trabajo. Presencial. 
No quiero ir. No me apetece nada. Creo que mi cansancio de ayer, esa necesidad de dormir, también estaba provocada por eso. 
Nunca he tenido tan pocas ganas de volver al trabajo. La idea de volver a esa rutina me produce ansiedad. No quiero volver al trabajo. No a ese trabajo.
Pero tampoco puedo hacer nada para evitarlo.
Sí podría evitar ir de forma presencial (basta con indicar que me he levantado con dolor de garganta, por ejemplo) pero tendría que trabajar desde casa. Y eso es aún peor. No soporto el teletrabajo. Me agota hasta límites insospechados.
No me encuentro bien. Y no, no me refiero a un malestar físico y circunstancial.

Terminan las vacaciones de navidad de las navidades más extrañas de mi vida. Las navidades que son el colofón de un año horrible. 
En unas horas vuelvo a la rutina, empiezo oficialmente el 2022. 
Pero no cambia nada. 
Y yo necesito cambiar. Y no sé dónde está el cabo de inicio del ovillo para poder tirar de él y que la vida ruede.

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