lunes, 5 de septiembre de 2022

Ni siquiera ser 'Plan B'.

Aquel 24 de junio de 2000 había quedado con "M". 
O, más bien, él había decido que habíamos quedado. El plan era pasar el día juntos, 
hasta la hora de la noche que fuese y sin prisas ni urgencias ni horas de llegada.. Era sábado. Su familia (mujer e hijas, en esas fechas adolescentes) estaban de viaje. Simplemente bastaba que yo me organizase e inventara algo para no trabajar, al menos a partir del mediodía. Me lo recalcó mucho. Me insistió, casi dándome a entender que no valían excusas ni tenía que haber plan alguno más importante para mí. 

Por supuesto, me lo comunicó con tiempo suficiente (ya no recuerdo cuanto: ¿dos semanas, un mes, más?). Creo que llevábamos semanas sin quedar. Lo de siempre: su trabajo, el mío, su familia... Pero esos días iba a estar solo. Como cuando nos conocimos, nueve años antes. 
No recuerdo cómo, pero lo organicé para no tener que ir a trabajar esa tarde. Probablemente era el primer sábado en que no trabajaba, en años.
Cierto que no me llamó ni el jueves, ni el viernes. En esos años yo ya tenía móvil (mucho más seguro que llamarme a la oficina y, por supuesto, sin el riesgo de llamarme a casa y que alguien pudiese descolgar el supletorio. Aunque la verdad es que a mi casa, que era la de mis padres, sí me había llamado muchas veces antes). 
La cita estaba confirmada. Bastaba el dónde me recogería o dónde iríamos. Para eso esperaba su llamada. 
Tampoco me llamó el mismo sábado por la mañana. Pero yo seguí esperando.
Y comí en mi casa. E imagino que me arreglé algo más de lo habitual (aunque en esos años solía ir vestida como para acudir a cualquier evento sorpresa sin desentonar). Probablemente no dejé de mirar el teléfono en todo el día, que me lo llevé hasta al baño. 
No me fui muy lejos: cogí el bus como si fuese al trabajo, pero me quedé en el municipio de al lado. El que estaba entre mi lugar de residencia y mi trabajo y bien comunicado con el pueblo donde él vivía por entonces.
También lo decidí porque algunas veces me recogió allí, siquiera para pasar un rato juntos en su coche, algo de sexo antes de dejarme cerca de la oficina.
Hacía mucho calor.
No me llamó. 
Podría reconstruir calle por calle, escaparate por escaparate (casi todo de tiendas cerradas, horario de verano, fin de semana) aquellas horas. No me llamó. No me escribió. No dio señales de vida.
No era la primera vez que lo hacía, aunque... Aunque aquella tarde parecía que el plan era otro, más elaborado, porque me había insistido más de lo habitual (sabía que yo sí trabajaba los sábados por la tarde y que tenía complicado el 'inventarme' algo). 
Aquel veinticuatro de junio de dos mil decidí algo: buscaría un piso y me iría a vivir sola. 
No sé si aquella decisión tuvo algo que ver con su plantón, francamente. Pero sí que lo decidí mientras daba vueltas en aquel primer sábado de verano por una ciudad dormitorio casi desértica.
Esperé su llamada porque yo no podía llamarle al móvil. A esas alturas ya lo tenía prohibido. A esas alturas, ya me llamaba desde un número oculto. Su célebre paranoia.
Aquel veinticuatro de junio se cumplía, además, el noveno aniversario de la fecha en que nos habíamos conocido. Aunque ese detalle seguro que solo lo recordaba yo.

Pasaron días antes de que hablásemos (creo que me llamó él, a la oficina. Como si no hubiese pasado nada). Ni un reproche por mi parte (eso no podía hacerlo. A esas alturas, ya sabía que no podía hacerlo). Creo que le saludé con un 'hombre, el niño perdido...', creo que saqué el tema (sin reproches, siempre sin reproches) de que habíamos quedado y, en fin...
Esperé la explicación: seguro que a última hora su familia había cancelado el viaje. Seguro que finalmente una de sus hijas se quedó en casa para salir con las amigas. Seguro que se había presentado alguno de sus hermanos a hacerle compañía, sabiéndolo solo. Seguro que había surgido algo relacionado con el trabajo, algo completamente inaplazable. Seguro que...
No. Simplemente después de comer el vecino del chalet de al lado le había dado un toque desde su lado del jardín y, como le dijo que no tenía nada mejor que hacer, se quedó con él tomándose unas cervezas y viendo algún evento deportivo (de escasa importancia) por televisión. Sin más. 
Sí, claro que recordaba que había quedado conmigo. Pero... Por mi parte no hubo el menor reproche. 
Era normal. Todo eso era normal. Yo era yo. Él era él.
A esas alturas, yo ya no era nadie. Yo no volví nunca a ser la que era cuando él me conoció. Y desde aquello habían pasado nueve años.

Esa tarde decidí que me iría a vivir sola. No se lo comenté, lo supo meses más tarde, cuando ya tenía alquilado el piso donde aún vivo. 
Imagino que también decidí, en algún momento no sé si de esa tarde, cuando esa noche me echase a llorar sin entender qué había pasado, cuando hablé con él días más tarde y me dio su explicación..., en algún momento, digo, que no le iba a permitir volverme a hacer algo así. Ni a él, ni a nadie.
Esa tarde compré algo en una de las pocas tiendas que encontré abiertas. Un bolso de serraje azul que debe estar en el fondo de algún rincón del armario. Y un pequeño dragón azul de barro, plácidamente dormido. Único entre docenas de cosas de plástico en una tienda de regalos de esos tipo 'óscar al mejor profesor', 'delantal para el mejor padre cocinero'. No sé cómo llegó hasta allí, francamente.

Por supuesto, no fue la última vez que decidió pasar de mí aunque hubiese insinuado que tal o cual día podríamos vernos. Yo ni siquiera era el 'Plan B' en su vida, y ya lo sabía. Aunque cada vez que hablásemos y que planificase un encuentro, me lo creyera. Le creyera y creyera que le importaba y que de veras quería verme. 
Porque si a alguien no le apetece verte, ¿para qué va a proponerte nada, para qué hacer planes, para qué?

De aquella tarde, conservo muchas sensaciones. 
Pero no aprendí nada. Porque seguí tropezando en la misma piedra. Porque sigo creyéndome, cuando alguien me importa, que si me plantea que tal o cual día vamos a vernos, es que le apetece verme. 
Me lo creo de veras. Aunque sepa que no soy ni siquiera un 'Plan B', ni lo he sido nunca. Que soy y sigo siendo lo que fui para "M" aquel sábado de junio: algo tan prescindible que bastó que el vecino le propusiera tomarse una cerveza en el jardín para desestimar la idea de quedar conmigo. 

De aquella tarde también conservo el dragoncito dormido. 
Que me sigue produciendo mucha ternura. Aunque sé que, como el animal que representa, igual nunca existí. Y que a mi yo actual ya nadie va a rescatarlo de entre un montón de baratijas y cosas fabricadas en serie, porque importo lo mismo que todo ese plástico.
Porque ya pasó mi tiempo. Y el de los dragones. 

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