Vivo en estado de agotamiento.
Duermo fatal, entre sueños. Me despierto totalmente contracturada y así paso el día, deseando que llegue la noche para poder dormir, temiendo que tampoco esta noche descansaré.
Hace unos días creo que pasé horas en un duermevela tan raro...que quizá ni lo fue. Que quizá fue un sueño. Soñar que estaba medio despierta esperando que sonase el despertador.
Otra noche de esta semana apenas si dormí dos horas. A las cuatro de la mañana no sé si habría conseguido dormir media hora, a base de cabezadas. Con una sed tremenda, con picor en todo el cuerpo. Empezando a hacerme heridas a base de rascarme a través de la ropa. Sobre esas horas, cuatro de la mañana, me levanté por no sé qué vez, pero para buscar un antihistamínico, ya como último recurso para intentar conciliar el sueño un par de horas, tres a lo sumo, ojalá casi cuatro hasta la alarma del despertador. Me tomé una cetirizina entera (raramente tomo más de media, si no tengo otro remedio que recurrir a ellas). Volví a aplicarme crema hidratante por todo el cuerpo. Creo que a la media hora conseguí dormir...
Me asustan esos ataques de picor, me devuelven al 2018...
No me cunde el tiempo. Acumulo días con la sensación de no hacer absolutamente nada, pero tampoco tener unos minutos libres para, qué menos, ordenar la mesa del salón, recoger el baño, regar las plantas... Que casi todo esto podría hacerlo cuando llego a casa, sobre las ocho de la tarde (porque no sé cómo me las apaño, pero en teoría salgo a las seis de trabajar...pero raramente llego antes de las ocho. Y es desconcertante, porque por las mañanas salgo a las nueve menos cuarto, menos diez, y estoy en el trabajo antes de las diez) pero llego tan, tan cansada, que...
Las plantas no, no puedo regarlas a esas horas. Por las noches baja mucho la temperatura y regarlas sería condenarlas a muerte. Así que las mato de sed para no matarlas de frío.
En mi dormitorio acumulo la ropa que me voy poniendo en el transcurso de la semana. Está sobre el taburete, sobre el piecero de la cama, sobre el baúl pequeño de madera. Algunas cosas terminan en el suelo. No tengo tiempo de nada. No soy capaz de sacar ese tiempo.
Vivo en estado de cansancio permanente.
Mi trabajo es una mierda. Sin matices.
No me apetece hablar de eso.
Me miro al espejo y no me reconozco. No sé quién ésa que me mira desde ahí, desde cualquier espejo: el de mi cuarto de baño por las mañanas o por las noches, los de los aseos del edificio de oficinas donde trabajo, las lunas de los escaparates, la pantalla del portátil en las conexiones laborales por meet donde no puedo desconectar la cámara.
En estos últimos meses he envejecido diez años. Me he convertido en una señora mayor. Gorda, renqueante, desgreñada, con la cara descolgada, con las uñas sin arreglar. Una mujer fea que me mira desde el espejo y a la que no reconozco. Una mujer gorda que se hace un ovillo en el sofá por las noches y que procura no quedarse dormida o despertarse enseguida para transladarse a la cama e intentar dormir y descansar algo, para no seguir acumulando cansancio, ojeras y bolsas, párpados hinchados...
Mi vida no va a hacia ninguna parte.
Al menos sé que él va estando mejor. Aunque también sepa que seguramente no volveré a verle, o que si le veo será por simple cortesía, saber que va mejorando me alegra mucho más de lo que él podría imaginarse nunca.
Casi mediados de febrero. Se alargan los días solares.
Cuando no hay planes ni proyectos, hasta eso da lo mismo.
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