lunes, 31 de julio de 2023

Nada de particular medido por horas.

 Tres y pico de la madrugada: me levanto a tomar media cetirizina para ver si calmando el picor de la piel consigo volver a dormirme. Y digo 'volver' porque en algún momento antes de las dos me he quedado dormida en el sofá, con el ventilador haciéndome compañía y la televisión encendida y me he trasladado a la cama más o menos a las tres.

Seis y media de la mañana: me despierto (en realidad, paso las noches entre microsueños y despertares de duermevela) para constatar que aún es de noche. Julio se termina y ya vamos perdiendo un poco de luz solar.

Nueve y ocho minutos: es la hora que refleja mi reloj-proyector en su pantalla. Los números rojos en el techo no se ven porque es de día. Sé que sobre las ocho también me he despertado y quizá hasta he ido al baño. Es una hora más que razonable para levantarme. Voy al salón y miro el móvil. En vez de quedarme en el sofá, vuelvo a la cama con el móvil. Por el pasillo ya lo he puesto en manos libres y estoy marcando de forma automática. Al segundo intento y sentada en la cama, concierto y concreto cita para renovar la reanudación del cobro del paro: viernes por la mañana. No son aún las nueve y media. Dejo el móvil sobre la mesilla y vuelvo a tumbarme en la cama, cerrando los ojos. El 'unos minutitos más' que todos nos hemos dicho alguna vez tras sonarnos el despertador. Solo que esta vez no hay despertador que suene ni obligación alguna.

Once y media: aunque creo haber cerrado y abierto los ojos, la verdad es que han pasado más de dos horas. Dos horas y algún sueño raro, que a estas alturas ni recuerdo.

Una y media: me termino el segundo café y me pongo un vestido ligero, me recojo el pelo en una coleta alta, me lavo los dientes y me pongo la crema de protección solar en la cara. Estoy cansada, pero me voy a IKEA. Necesito una bombilla..., en realidad, la excusa tonta es ésa. 

Dos y diez: tras veinte minutos de espera, llega mi tren.

Tres de la tarde: llevo veinte minutos esperando el bus que me tarda apenas diez minutos en dejarme en la puerta de IKEA. Pasa uno cada media hora. En realidad, es el mismo que llega hasta allí y a las horas y cuarto y menos cuarto se da la vuelta dirección estación del municipio al que pertenece el terreno donde está el centro comercial.

Seis menos cuarto de la tarde: cojo el bus de vuelta. En dos bolsas medianas de tela, la bombilla-excusa, dos plantas pequeñas, una vela perfumada en vaso de cristal, dos paquetes de servilletas de papel en oferta, unas cucharas medianas de mango largo.

Seis y media: llevo otros quince minutos esperando el tren en la estación.

Y..., y podría continuar, pero en realidad todo mi día ha sido así. Nada de particular medido por horas.
Solo la sensación de cansancio se mantiene inalterable. Eso y el calor. 

De nuevo, el ventilador ahí al lado, el portátil sobre mis rodillas, el sofá invitándome a tumbarme en él y dejarme arrastrar al sueño mientras julio se termina, llega agosto y la luna casi llena se pasea por el cielo.


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