jueves, 24 de agosto de 2023

Diez meses y veinticuatro días.

 Diez meses y veinticuatro días.
Sólo tengo ganas de llorar. De llorar todo lo que no he llorado en los últimos ocho meses. O quizá en esos diez meses y veinticuatro días..., no, sé que en los últimos ocho meses y medio. Desde ese principios-mediados de diciembre del año pasado.

Me he tomado hace un rato una cápsula de valeriana. También lleva pasiflora y espino blanco y no sé qué más. En realidad no estoy nerviosa, no lo estaba antes de tomármela. O quizá sí. También sé que la cápsula de hierbas no me va a quitar estas ganas de llorar. Estas ganas que ni siquiera me dejar que puedan empezar a caer esas lágrimas.

He cogido un chupachup del tarro donde los guardo. Es de melocotón y nata, dice el papel: no sabía que existieran los chupachups de melocotón y nata.

Me ha gustado mucho verle. Me gusta saber que mejora, cada espaciadísimo mensaje en todos estos meses en que me ha comunicado como estaba me ha gustado, sobre todo los que hablaban de mejoría. Pasé preocupadísima las cuatro semanas de silencio del mes de diciembre, comienzos de enero, en que no hubo noticias, en que no podía saber si la operación había salido bien (dentro de mí sabía que sí, pero no podía confirmarlo). Luego más semanas de ausencia de noticias, con alguna respuesta a mis mensajes. Alguna promesa de 'te llamaré en unos días', 'te llamaré esta semana', que por supuesto no se cumplieron. Finalmente, soy yo quien le llamo. Me devuelve la llamada. Es algún momento a finales de junio, quizá principios de julio. Escucharle hablar me hace bien, pero en este caso porque significa que también él está mejor. 

Y eso es lo que más me importa.
Y eso es lo que más me importaba mientras esta mañana, casi mediodía, le escuchaba y le miraba hablar. 

Aunque el corazón se me hubiese hecho cachitos al confirmarme algo que, en realidad, hace mucho que sé porque lo intuí y sentí que estaba en lo cierto. Mirarle y encontrarle guapo (sé que siempre me parecerá guapo. Que cuando deje de verle definitivamente le recordaré como el hombre guapo que es). Muriéndome de ganas de abrazarle y sabiendo que no podía hacerlo (no me iba a rechazar el abrazo...pero también sé desde hace mucho que no le gusta que le toquen. O, simplemente, que no le gusta que le toque yo). Ganas absolutamente egoístas de tocarle, de sentirle cerca. Ganas a cuarenta centímetros de distancia y treinta y cinco grados de calor madrileño.

Más allá de dos pares de besos cordiales, saludo y despedida, no ha habido más contacto físico. Pocas veces he sentido un muro invisible tan palpable, una coraza de 'no te pertenezco, no te acerques, soy de otra persona' tan evidente. 

Hay muchas cosas que en realidad sé desde hace muchísimo tiempo. Cosas de las que no se hablan, que se disfrazan de otras, historias contadas que enmascaran realidades. 
Las flechas rojas, los avisos casi con luces de neón, siempre estuvieron ahí. Pero era yo quien se empeñaba en no verlas. Imagino que porque eran tan evidentes...pero la historia que me contaba era tan distinta, que preferí engañarme y decir, cada vez que veía como encajaba una pieza en el puzzle hacia el que me negaba a mirar, que eran figuraciones mías. Que ese paisaje tan claro, ese cuadro tan evidente, que se estaba fabricando pieza a pieza, verdad a verdad camuflada tras una creible mentira, era producto de mi desconfianza.
De esa desconfianza que mis experiencias pasadas había dejado dentro de mí.

Hace mucho que decidió salir de mi vida. O, peor, que decidió dejarme fuera y lejos de la suya. Seguro que cuando me di cuenta a principios de 2018 (y eso y mi preocupación por él y por su silencio casi me vuelve loca. Y no es una frase hecha) ya hacía mucho que para él yo era algo totalmente ajeno a sus intereses y a su vida real.

Hace mucho que se fue alejando. Hace mucho que empecé a hacerme a la idea.
Pero no deja de doler. Hace tiempo que sé que se iría a vivir aún más lejos de lo que ya está de mí. Pero escucharle confirmarlo duele, y duele mucho.

Se ha despedido de mí con dos besos apresurados mientras atendía una llamada de móvil y ha cruzado la calle porque le venían a recoger, como tantas veces. Le he visto irse, el coche era de color rojo. No sé marca ni modelo, ni me importa. Ni sé realmente quien lo recoge ni con quien se va (eso son otras piezas del puzzle, de los puzzles. El real y el que formaba la imagen que me había hecho sobre mi relación con él). Simplemente le he visto irse, con una camiseta también roja.

Hace años supe que nunca se sabe cuándo será la última vez en que se ve a alguien. Nunca. Ni aunque lo planifiques.
Hace también tiempo decidí que cada vez que me despedía de él podía ser la última vez. En dos ocasiones estuve casi completamente segura de que había sido.

He bajado a la estación. He dado una vuelta por ella, por la zona de tiendas, sin pararme a ver nada. Caminar por caminar. He bajado finalmente al andén, he esperado siete minutos, me he subido al tren.
Me he bajado en la siguiente estación; el tren no iba lleno pero a mí me faltaba el aire. Hay un centro comercial que en cualquier momento van a derribar y con ese derribo el edificio se quedará solo en una parte de mis recuerdos. Llevaba meses diciéndome que tenía que acercarme a hacer una especie de despedida.

Y...y nada más entrar se ha activado otro recuerdo. Y ese peso entre la garganta y el diafragma se ha expandido y se ha convertido en imagen sin imágenes concretas, en otro coche que se alejó.
Y he recordado que ya pasé por esto... Que hace 20 años alguien se fue diciendo que vendría a menudo, que nos seguiríamos viendo, que dejaba cosas pendientes, que... Que han pasado 20 años, simplemente, desde aquella última vez.

Creo que la cápsula de valeriana me está haciendo efecto.  
También he terminado el chupachup de melocotón.
Creo que he llorado algo.

Diez meses y veinticuatro días. Nunca había estado tanto tiempo sin verle. Posiblemente nunca había tenido tantas ganas de abrazarle sin poder hacerlo. Un abrazo que habría sido como abrazarme a mí misma, como querer sentir que igual todo tendría arreglo, que no estaría sola. Que algo aún tenía sentido y futuro.

No estoy nerviosa. En realidad, creo que no siento nada. 

O sí. Que es imposible tener más ganas de llorar de las que yo tengo ahora mismo y que llevo teniendo desde esta mediamañana casi mediodía de uno de los días más calurosos del año, tras diez meses y veinticuatro días sin verle, tras desear ese momento quizá cada uno de esos días. Sin sospechar, como en tantas cosas, que volver a verle me rompería, de nuevo, el corazón.


No hay comentarios: