miércoles, 19 de junio de 2024

Blusa blanca de algodón.

La compré el verano pasado. Creo que a finales de julio, tras ir a darme de alta como demandante de empleo. O quizá tras ir a solicitar la reanudación del cobro de subsidio, ya a principios de agosto.
Fue en una tienda de un centro comercial de las afueras, uno de esos centros comerciales que tienen que abrir para dar servicio a esas urbanizaciones que se construyen en mitad de la nada, dependientes de ayuntamientos que están ubicados a varios kilómetros. Un centro comercial que, no obstante, lleva más de 20 años abierto, con cambios contínuos en los nombres de sus tiendas e incluso en su aspecto interior: suelos, iluminación…
Me gustó porque era del estilo de prendas que tanto me enamoraban hace 30 años, cuando costaba encontrarlas: blanca, bordada, suelta… Y porque era diferente al resto de la ropa de las estanterías y las perchas.
Una blusa blanca de algodón.

La verdad es que no me hacía falta, como no me hace falta tres cuartas partes de la ropa que me compro (y eso que he reducido mucho, pero mucho, la adquisición de nuevas prendas). Además tenía un punto algo incongruente: manga larga. Ligeramente abullonada, se podía remangar hasta el codo, pero una blusa de manga larga en venta en pleno verano madrileño…, no, no era demasiado explicable.
Tampoco era barata. Ni cara, pero no tan barata como es la ropa de unos años a esta parte.
O sea: ni me hacía, ni era un gasto necesario, ni podría estrenarla de inmediato. Pero me dije 'al menos voy a probármela'.
Probé diversas tallas. Incluso dos distintas de una misma talla (otra manía: a veces no son idénticas). Dudé. Las dejé en su sitio de la tienda. Di otra vuelta mirando otras cosas.

La compré.

Estuvo en su bolsa varios días, ni siquiera sé cuantos. Luego la guardé en el armario, impecablemente colgada en una percha.
Sin fecha de estreno.
A finales de septiembre encontré una fecha y motivo para estrenarla.
Pensé en ponérmela aquel primer martes de octubre en que habíamos quedado para vernos a la salida del que sería mi nuevo trabajo.

No es que pensase que con ella iba a estar especialmente guapa. La blusa era muy bonita: blanca y casi transparente, con bordados que llenaban el tejido de calados, escote profundo con dos botoncitos. Además de gustarme, me hizo gracia ese conjunto de detalles: tan blanca, escotada, con transparencias. Me recordó a otra camisa blanca, casi transparente, que llevé en otro encuentro. En un pasado cercano, tiempo de mascarillas y cafés en exteriores.
Una camisa blanca que hacía transparentar el sujetador de encaje. Y que le hizo gracia a él.

No llegué a estrenarla aquel martes de octubre porque no llegamos a quedar. Otro aplazamiento sucesivo, que aunque yo no lo supiese sería definitivo.
Pasados esos días de otoño, la blusa que en pleno verano no era demasiado apropiada con sus mangas largas pasó a no ser apropiada para el invierno, con su tejido calado y su color blanco. Y siguió en el armario.

Y cuando me dijo, en abril, que en junio planificaba pasar dos o tres días en Madrid y que podríamos vernos…como en un juego conmigo misma volví a planificar ponérmela.
Ni siquiera pensando en gustarle. Sabiendo ya que no, que yo nunca le gustaría…

Tampoco habría ocasión. Si vino a pasar varios días en Madrid, no me enteré. Si realmente pensaba pasarlos ahora, la versión era otra. Ir y volver en el día.
Ya no habría aplazamientos sucesivos. Ni oportunidad para estrenar la blusa blanca, bordada, con transparencias, en el siguiente encuentro.

Hoy ha estado en Madrid.
No nos hemos visto.
He estrenado la blusa. La he completado con el collar de turquesas, con un colgante redondo del mismo material con el que un día estuvimos jugando en la cama, con unos vaqueros azul pálido. La he estrenado porque sí, porque no hay ningún motivo para seguir esperando un encuentro que justifique, me autojustifique, ponérmela.
Ni siquiera me sienta especialmente bien. Pero no es la prenda, soy yo.

Respiro por mero instinto, no por ganas.
Y todo me da igual.

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