Viernes noche.
Cenando makis y burratta del Aldi con agua del grifo. El plato de los makis es pequeño y chino, o quizá japonés: tiene un delicado dibujo que parecen unas flores de cerezo; el vaso es de duralex, cristal transparente color azul cobalto.
Ni siquiera pongo un mantel. Hago hueco entre las cosas que llenan la mesa para que quepan el plato de los makis donde también he incluido una minifuente con la salsa de soja, el otro aun más pequeño con el burratta troceado aliñado con pimienta negra recién molida y aceite de oliva, el vaso azul y la jarra con el agua. Como los makis con los dedos, mojándolos en la salsa de soja, y el burratta con un tenedor pequeño de superficie labrada como si fuese un tatuaje.
La semana ha sido tan anodina como agotadora.
A las seis y media de la tarde ya es de noche.
Duermo horas en el sofá. Me traslado a la cama cuando quedan tres, a veces dos horas para que suene el despertador.
Sueño en el sofá y sueño en la cama. Algunos días soy consciente de que estoy en el sofá y debería trasladarme, pero no quiero desvelarme y volver al mundo real.
Mis sueños son de argumento surrealista, como corresponde al mundo de los sueños, pero mientras transcurren los creo reales. Quizá porque mi realidad es algo vacío e intranscendente, días idénticos que se suceden y encadenan.
Noviembre.
Poco más que contar.
Bueno, sí. Que, al menos hoy, llueve.
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